La luz blanca del hospital era fría, impersonal. Miguel estaba sentado junto a la cama, con el cuchillo en una mano y la fruta en la otra. Pelaba despacio, con la mente en cualquier parte menos en lo que hacía. Las palabras de Clara aún flotaban en el aire como humo invisible.
«Quédate conmigo… No me dejes sola».
Estaba cansado, agotado de tantas emociones acumuladas en un solo día. Pero, sobre todo, estaba inquieto.
El cuchillo se deslizó de pronto, como si la hoja tuviera voluntad propia. Sintió el tirón metálico, el filo abriéndose paso en la piel. Un segundo después, la sangre brotó. Rojo vivo sobre el blanco impoluto de la sábana.
—¡Miguel! —gritó Clara, sobresaltada, incorporándose con torpeza.
Él parpadeó, aturdido, como si no entendiera de dónde había salido aquella mancha brillante que empezaba a gotear sobre el suelo. No se movió. Ni siquiera sintió dolor, solo un frío repentino que le recorrió la espalda.
Clara tomó una servilleta y presionó la herida con manos temblorosas.