Maximilien ni siquiera esperó a que amaneciera. A primera hora ya estaba en el hospital, parado frente a la habitación de Gracia.
Llevaba un gran ramo de tulipanes y un oso de peluche. Aunque para él ese tipo de obsequios eran ridículos, Antonia, antes de salir de la mansión, le había aconsejado que quizás a ella le gustaría.
Gracia estaba recostada en la camilla, sintiéndose culpable. Por sus descuidos, la vida de su bebé corría peligro, y no se perdonaría a sí misma si llegaba a ocurrirle algo.
—¡Buenos días! —una voz aguda y fingida se asomó por la puerta, junto a la cabeza del enorme oso.
Gracia se sonrojó, confundida.
—¿Maximilien?
Él apareció detrás del peluche, bajándolo con timidez, y sonrió.
—Hola, preciosa. ¿Cómo estás?
Ella lo miró y soltó una carcajada.
—Yo bien, ¿pero y tú?
Él rodó los ojos.
«Sabía que los regalos no eran buena idea», pensó mientras se acercaba a ella.
—Preciosa, te he traído esto… Bueno, tal vez es ridículo, lo siento. Yo…
Los ojos de Gracia se llenaron