El hospital era frío, incluso cuando el sol se colaba por los ventanales. Gracia se acomodaba cada mañana en la misma silla junto a la cama de Maximilien, con el corazón apretado y una esperanza silenciosa aferrada en los labios. La habitación estaba impregnada de ese olor a desinfectante que no se iba nunca, y la quietud del lugar pesaba como plomo. Aun así, ella permanecía ahí, inamovible, leal.
Desde que Pandora la convenció de no hundirse en la tristeza ni en la culpa, Gracia había decidido que no se movería del hospital. Aunque había regresado a casa, todos los días bien temprano volvía al hospital para verlo; su lugar estaba junto a él. Lo cuidaría, le hablaría y lo esperaría, aunque pasaran días enteros sin que sus ojos se abrieran.
El frío de la ausencia se sentía en cada rincón. El silencio de Maximilien era peor que cualquier grito. A veces, ella extendía su mano para acariciar la suya, buscando algún indicio de reacción, una señal mínima de que él seguía allí, luchando.
—Bu