El jardín estaba en calma, el sol bañaba la piedra pulida del patio y James descansaba en una silla reclinable, con los ojos entrecerrados. Parecía que el aire cálido lograba por momentos calmar el dolor que aún se aferraba a su cuerpo.
El sonido de pasos suaves lo hizo girar la cabeza.
Isabelle se acercaba con un botiquín en mano. Su cabello recogido, el rostro sereno pero firme.
—Oliver no pudo venir —dijo ella, al detenerse frente a él—. Así que tengo que revisar tus puntos.
James alzó una ceja.
—¿Eso no deberían hacerlo las enfermeras?
Isabelle se agachó junto a la silla, abriendo el botiquín.
—Sí. Pero tú te encargas de hacerles la vida imposible cada vez que se acercan.
James sonrió, apenas.
—Tal vez lo hago a propósito.
Su mirada se clavó en ella.
Isabelle no la evitó.
—Entonces deja de hacerlo.
James se acomodó en el respaldo y cerró los ojos como si fuera a disfrutar el momento.
—Mientras esté aquí, Jonathan no dirá nada si te acercas. Lo sabes.