La madrugada había envuelto la Mansión Moore en un silencio casi sobrenatural.
Afuera, la bruma cubría los jardines como un sudario. Adentro, las luces estaban apagadas. Todos dormían, o al menos lo intentaban.
Noah apenas llevaba dos horas dormido, hundido en el sofá de su antigua habitación, cuando el timbre de su teléfono lo sacó del abismo.
Lo contestó sin mirar la pantalla, aún desorientado.
—¿Hola?
La voz de Beatrice Moore, serena pero urgida, atravesó la línea con un filo inconfundible.
—Noah… es James. Está sangrando otra vez. Los médicos están con él, pero necesitan más sangre.
Noah ya estaba sentado, el pulso acelerado, los ojos abiertos de golpe.
—Voy en camino.
Colgó y se levantó de un salto, vistiéndose con rapidez, casi a ciegas.
Al salir al pasillo, su voz retumbó entre las paredes de mármol.
—¡Isabelle!
Ella tardó solo un par de segundos en abrir la puerta del dormitorio de James. Llevaba una camiseta grande, el cabello suelto y los ojos enroje