Beatrice salió de la habitación con pasos lentos, como si cada uno estuviera cargado de años que no se habían dicho.
Al cerrar la puerta, se encontró con Isabelle, que se había detenido justo frente a la entrada.
Sus manos temblaban.
Su mirada estaba fija en el marco de la puerta, como si cruzarlo significara romper algo que había estado contenido demasiado tiempo.
Beatrice la observó en silencio.
Luego, con voz suave, le dijo:
—Entra, querida.
Nada de lo que pase ahí dentro saldrá de la boca de nadie.
Isabelle la miró, con los ojos brillosos.
Asintió.
—Gracias, Beatrice.
Empujó la puerta con cuidado, como si temiera que el sonido pudiera despertar algo más que al hombre que yacía dentro.
La cerró detrás de sí.
Y se giró.
James estaba recostado en la cama, vendado, con el pecho apenas moviéndose al ritmo de una respiración lenta y dolorosa.
El monitor marcaba sus latidos con una constancia que parecía frágil.
Su rostro estaba pálido, pero sus