29

La terraza era pequeña, privada, adornada con faroles cálidos que proyectaban sombras suaves sobre el mármol envejecido. Las risas del salón se filtraban como eco lejano. James se apoyaba contra la baranda, el vaso vacío temblando entre sus dedos.

Isabelle se acercó sin anunciarse, ni con palabras ni con tacto. Se detuvo a unos pasos, su vestido de seda vibrando con la brisa nocturna.

—James... perdóname.

Él no se movió. Solo la miró, como si su voz hubiese hecho temblar algo que él tenía cuidadosamente silenciado.

—No tienes que disculparte —dijo al fin—. Tal vez, incluso si hubieras decidido quedarte, yo habría terminado igual… así. En un escenario que no elegí.

Isabelle tragó aire con dificultad. Se llevó las manos al pecho, como si intentara contener un peso que ya no cabía en ella.

—No entiendes… Lo que lamento no es haberme ido. Es no haber notado que, cada vez que flaqueaba, estabas tú. No era Noah quien me sostenía cuando discutíamos. No era él quien venía cuando m
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