El sol apenas asomaba por las cortinas cuando Leah, ya vestida con su conjunto favorito —una blusa blanca con bordados, jeans suaves y unas botas cómodas que hacían ruido alegre contra el piso de madera— corrió por el pasillo hasta la habitación de Isabelle.
Empujó la puerta con suavidad, pero sin esperar respuesta.
—¡Mamá! Ya es hora de levantarse.
Isabelle entreabrió los ojos, aún envuelta en la tibieza de las sábanas.
—¿Leah? ¿Qué hora es?
—Hora de peinarme —dijo Leah con una sonrisa traviesa—. Ya estoy lista. Solo faltas tú.
Isabelle se incorporó, sonriendo con ternura.
—¿No puedes esperar cinco minutos?
—No. James ya debe estar listo. Y yo quiero estar perfecta.
Isabelle se levantó, se puso una bata ligera y siguió a Leah hasta su habitación. La niña se sentó frente al espejo, mientras su madre le recogía el cabello en una trenza suelta, dejando algunos mechones libres que enmarcaban su rostro.
—¿Así está bien?
—Así está perfecto.
Bajaron juntas al vestíbu