La noche aún no había terminado. Afuera, las luces del jardín parpadeaban tenuemente como si respetaran el silencio que reinaba dentro del salón. Isabelle caminó en silencio hasta el sofá con un vaso de agua, envuelta en una de las mantas que había tomado del cuarto contiguo. James seguía allí, con los codos apoyados en las rodillas y la mirada perdida en la penumbra.
Ella se sentó a su lado, sin tocarlo, pero tan cerca que el calor entre sus cuerpos seguía latiendo.
—¿Qué estamos haciendo? —preguntó finalmente, con la voz apenas más que un susurro.
James no giró de inmediato. El silencio pareció madurar antes de volverse respuesta.
—Jugando con fuego —dijo, sin intentar suavizarlo.
Ella bajó la mirada hacia sus manos, que todavía temblaban con lo que horas antes habían hecho. El sofá, testigo de tantas conversaciones, ahora los acogía como si supiera que esta sería distinta.
—No lo planeamos —añadió ella, con más culpa que excusa.
—No —dijo él—. Pero tampoco lo evitamos