El reloj del majestuoso salón marcaba las ocho en punto.
El tic-tac sonaba como una punzada en el pecho de Zeynep. Llevaba horas de pie, con la mirada fija en la ventana que daba al jardín. Las luces del sendero se encendían una a una, pero no había señales de Kerim.
—Hija, por favor, siéntate un momento —pidió Selim con voz dulce, sosteniendo una taza de té entre las manos temblorosas—. Me tienes con los nervios de punta. Kerim regresará, ya lo verás.
Zeynep respiró hondo.
Sus dedos jugueteaban con el borde del cortinaje, mientras su mente no dejaba de imaginar escenarios terribles.
—No puedo sentarme, Selim —dijo sin apartar la vista de la oscuridad más allá del ventanal—. Kerim no está completamente sano. Esta mañana tenía fiebre… y mira la hora. No ha regresado.
Ariel, que reposaba cómodamente en el sofá, soltó una risita sarcástica.
—Ay, querida, tanto drama porque tu esposo no ha llegado todavía. Los hombres no son niños, Zeynep. Te contaré algo: al principio, yo también me dese