Kerim yacía en la penumbra de su habitación, tumbado sobre la cama desde hacía horas. El aire le resultaba pesado, casi irrespirable. Miró al techo, luego recorrió con la vista las cuatro paredes que lo aprisionaban. Sintió cómo la ansiedad le oprimía el pecho, una sensación creciente de asfixia. Se incorporó de golpe, incapaz de soportar por más tiempo la quietud, y murmuró con voz ronca:
—Creo que me estoy asfixiando aquí encerrado.
Sin pensárselo dos veces, se levantó y se dirigió hacia el clóset. Abrió las puertas de madera y sacó una chaqueta oscura, que se colocó sobre la camisa. Quería sentir el aire fuera de esas paredes, necesitaba movimiento, cualquier cosa menos el encierro y el silencio. Con pasos firmes, abrió la puerta de su habitación y bajó las escaleras, intentando pasar desapercibido.
Al salir de la casa, el aire fresco de la tarde lo envolvió y, por un instante, la presión en su pecho disminuyó. Se detuvo un momento en la entrada y vio a su madre en el jardín, corta