La noche se había instalado en la mansión como un manto denso, pesado, cubriéndolo todo con una paz engañosa. Desde el exterior, la fachada iluminada por faroles sugería tranquilidad y orden, pero en el interior, el aire estaba cargado de una tensión tan palpable que parecía formar parte de la decoración. Los pasillos, casi a oscuras, se extendían como venas silenciosas, apenas iluminados por lámparas de luz ámbar que proyectaban sombras alargadas sobre los muros, distorsionando los cuadros familiares y los recuerdos colgados en la pared.
En el segundo piso, tras la puerta de madera oscura, la luz cálida del dormitorio de Emir y Ariel rompía con la penumbra del resto de la casa, pero no lograba disipar la frialdad que reinaba dentro. Era un espacio grande, con cortinas gruesas cerradas a medias, muebles elegantes y colchones mullidos, pero ninguna de esas comodidades podía mitigar el peso invisible que se sentía en el ambiente.
Ariel salió del baño, secándose el cabello húmedo con una