Azra estaba sentada en el sofá, con la espalda hundida en los cojines como si el peso de todo su mundo recayera sobre ella. Sostenía entre los dedos una copa de champaña que se movía levemente con el temblor de su mano. Sus ojos estaban fijos en algún punto invisible más allá de la ventana, donde la noche se extendía negra y fría, como su estado interior.
No hablaba. No lloraba. No gritaba.
Solo estaba allí, inmóvil, como una estatua quebrada.
De pronto, la puerta se abrió sin anunciarse. Abram entró, empujando la hoja con la cadera mientras sostenía una bolsa de comida con una mano y una botella en la otra. Traía el cabello despeinado y la camisa desabotonada hasta el pecho, como si hubiera corrido o atravesado media ciudad para llegar allí.
—Aquí traje algo de comer —dijo con voz cansada, dejando la bolsa sobre la mesa de centro—. Si quieres, claro.
Azra giró su rostro apenas, lo suficiente para mirarlo de reojo. Su mirada era vacía, pero su expresión cargaba un desprecio calculado.