El humo del cigarro, el aroma del whisky y la música baja del club se mezclaban en un ambiente de penumbra y descontrol. Las luces de neón bañaban el rostro de Kerim, que estaba recostado en un sofá de cuero negro, una copa de whisky en una mano y una sonrisa vacía en los labios. Dos mujeres lo acompañaban, riendo y susurrándole al oído, mientras una de ellas le dejaba marcas de lápiz labial en el cuello.
Kerim bebía sin parar. Cada trago era un intento por callar las voces que retumbaban en su cabeza, aquellas que le recordaban lo que había perdido, lo que fingía tener y lo que no podía cambiar.
De pronto, entre la música y las risas, una voz familiar interrumpió la escena.
—Ya basta, chicas. Déjennos solos.
Era Emir, su hermano menor. Tenía el rostro serio y la mirada firme. Las mujeres, al verlo, se levantaron sin decir una palabra y se marcharon, dejando a Kerim con el cuello manchado y la mirada perdida.
Emir se sentó a su lado, cruzando los brazos.
—No deberías beber de esa mane