Emma Baker
Al llegar a la mansión, Kian nos condujo con paso firme hasta lo que parecía ser el comedor principal. Su andar siempre era el mismo: seguro, con esa autoridad silenciosa que no necesitaba imponerse con palabras, porque ya el aire alrededor de él se volvía denso con solo estar presente. A pesar de su rudeza, se detuvo frente a la mesa larga, tallada en roble oscuro, y con un gesto caballeroso que me sorprendió, retiró la silla para mí.
Lo miré apenas, encogida bajo el peso de mis propios pensamientos, y murmuré un tímido:
—Gracias…
Él no respondió, pero sus labios se curvaron en una línea apenas perceptible. Se mantuvo de pie hasta asegurarse de que estaba sentada, y luego ocupó el asiento a mi lado. Aun allí, tan cerca, me sentía protegida bajo la tela de su chaqueta que aún llevaba puesta sobre mis hombros. Era grande, pesada, con el aroma inconfundible de bosque y madera que lo caracterizaba, y me aferré a ella como si fuese un escudo contra el mundo.
Kian permanecía con