Kian Duncan
El día había sido largo, lleno de informes, decisiones y un silencio denso que rodeaba la casa como niebla espesa, pero lo que realmente no podía sacarme de la mente era la loba gris. La había dejado en la enfermería, protegida, vigilada, pero seguía sin saber nada de ella. Sin nombre, sin palabra alguna. Solo esa mirada desconfiada que me seguía desde la esquina donde se había refugiado.
Entré en la enfermería con paso firme. El doctor me recibió al instante, dejándome pasar sin decir nada. Ahí estaba ella, acurrucada en su forma de loba contra la pared del fondo. Sus ojos dorados me observaban con una intensidad salvaje, una mezcla de alerta, miedo y determinación. Ni un solo gruñido, ni un además. Solo silencio, pero no de paz. Era un silencio cargado de miedo.
—No ha querido comer —dijo el doctor mientras se acercaba a mí, bajando la voz por respeto—. Ni tampoco ha querido cambiar de forma. De hecho, dudo que pueda hacerlo. Es como si... hubiera olvidado cómo ser huma