Julienne Percy
Dos semanas habían transcurrido desde mi regreso a la mansión del Alfa Supremo. No podía negar que, con el tiempo, me había acostumbrado a los pasillos pulcros y a los techos altos que parecían murmurar historias antiguas al pasar. Esta vez no estaba confinada a las cocinas, ni a una habitación en penumbras. Tenía permiso para caminar libremente, visitar los jardines y explorar a mi antojo. Aun así, la libertad en esta casa era una jaula de terciopelo: hermosa, pero con barrotes invisibles.
Los empleados, aunque respetuosos, no podían evitar lanzarme miradas furtivas cuando pasaba. Algunas eran de curiosidad; otras, de juicio. Los murmullos a mi espalda eran inevitables, suaves como el viento, pero igual de punzantes.
Intentaba no escucharlos, pero Naseria, mi loba, los captaba con mayor facilidad. Se removía en mi interior, inquieta. No por miedo, sino por molestia. “Que ladren, no saben nada”, solía decirme, y yo asentía por dentro. Aun así, no dejaba de doler.
Esa ta