La luz del domingo por la mañana inundaba la habitación de Isabel, una luz suave que parecía bendecir la escena. Estaban todavía en la cama, enredados en las sábanas, en un silencio cómodo y perezoso. El pulgar de Jared dibujaba círculos lentos sobre la piel del brazo de ella, un gesto distraído y tierno que le erizó la piel.
Se sentía segura, en calma. Pero una pregunta, pequeña e insistente, comenzaba a flotar en su mente. Después de todo lo que había pasado —la barbacoa, Alexis, su huida, su llegada a la puerta de él, la noche anterior—, necesitaba saber. Necesitaba entender qué era esto.
Se incorporó un poco y se apoyó en un codo para poder mirarlo. Él abrió los ojos, su mirada todavía nublada por el sueño, y le sonrió.
—Jared... —empezó ella, su voz un poco vacilante.
Él esperó. Su sonrisa se suavizó al ver la seriedad en los ojos de ella.
—Esto... —dijo Isabel, haciendo un gesto que los abarcaba a ambos, a la habitación, al fin de semana—. Lo de anoche, lo de estos días... tod