El sábado por la noche, después de la tormenta emocional, se quedaron en el refugio de la casa de Isabel. No hablaron mucho más de Lidia o Eleonora. No era necesario. Se quedaron en el sofá, envueltos en una manta, compartiendo un silencio que era más sanador que cualquier palabra. Al día siguiente, la luz del domingo se colaba por las persianas del dormitorio de Isabel. No había urgencia. No había alarmas. Solo el sonido de la respiración tranquila de Jared a su lado y el olor a café que empezaba a flotar desde la cocina. Se despertó con una sensación de paz tan profunda que le pareció un lujo exótico.
Lo encontró en la cocina, descalzo, con unos pantalones de chándal y una camiseta vieja, concentrado en la cafetera como si fuera la negociación más importante de su vida. Ella se acercó por detrás y lo abrazó por la cintura, apoyando la mejilla en su espalda. Él se giró y le dio un beso, un beso perezoso que sabía a mañana y a hogar.
—El comandante reporta que la Misión Café está a pu