El aire en el lujoso salón del apartamento de Eleonora de la Torre era gélido, a pesar de la tarde soleada que se filtraba por los inmensos ventanales con vistas al mar. Cada objeto, desde los sofás de seda blanca hasta las esculturas de bronce que adornaban las mesas de mármol, parecía elegido no por su belleza, sino por su capacidad para declarar poder. Era un museo, no un hogar. Lidia estaba sentada en uno de esos sofás, con una taza de té intacta sobre la mesita de centro. Su habitual elegancia serena estaba empañada por una humillación que le ardía en las mejillas. La derrota en el café con Isabel había sido total, una aniquilación silenciosa y educada que la había dejado sintiéndose ingenua y utilizada.
Eleonora caminaba de un lado a otro frente a ella, como una leona enjaulada. Sus tacones repiqueteaban contra el suelo de mármol con un ritmo agudo y furioso. No había rastro de la matriarca serena y controlada. Su rostro era una máscara de furia.
—Así que te desarmó —siseó Eleon