Las luces del hospital privado recortaban la madrugada con su blancura artificial. Las puertas se abrieron de golpe cuando Greco irrumpió cargando a Arianna en brazos. Su rostro estaba pálido, sudoroso, con los labios entreabiertos de tanto gemir. La bata estaba manchada de sangre, sus piernas temblaban inertes y sus ojos a medio cerrar solo se fijaban en él. En su pecho, aún húmedos y cubiertos con una manta de emergencia, descansaban los dos bebés.
—¡Necesito ayuda! ¡Ahora! —rugió Greco, desesperado, al personal médico que corrió a su encuentro.
—¡Sala de emergencia tres, ahora! ¡Llamen a pediatría neonatal! —gritó una doctora, señalando el pasillo.
Arianna soltó un quejido ahogado, con los dientes apretados. Los médicos la colocaron rápidamente en una camilla. Una enfermera intentó quitarle a los bebés del pecho, pero ella los sostuvo con fuerza.
—Mis hijos… no los… suelten —murmuró con la voz entrecortada y los ojos cristalinos.
—Los cuidaremos, signora. Se lo prometo —le susurró