La habitación estaba en penumbras, solo la lámpara del escritorio iluminaba a medias el rostro de Arianna. Sus ojos estaban húmedos, pero ya no lloraba; ahora brillaban con la determinación de alguien que había decidido abrir la herida más antigua de su vida.
Greco permanecía de pie, serio, con la mandíbula apretada, aún con las marcas de las tres cachetadas que su esposa le había dado minutos antes. Dante, apoyado en el marco de la puerta, cruzó los brazos, pero sus ojos estaban atentos, con esa mezcla de respeto y ansiedad.
Arianna acarició el borde de la foto vieja que había sacado de su caja de ballet. La sostuvo frente a ellos.
—Ella es mi madre… —empezó con voz baja, temblorosa—. O al menos lo era, hasta que me abandonó.
Dante frunció el ceño.
—¿Abandonarte? ¿Cómo fue, Arianna?
Arianna cerró los ojos por un momento, respiró hondo y luego habló con un tono más firme:
—Yo tenía apenas cinco años. Recuerdo que mi madre siempre olía a perfume caro… y su cabello era largo, oscuro, ll