Las luces del anochecer descendían como un telón violeta sobre la villa Leone. En el despacho oculto entre los niveles subterráneos, donde solo Greco y sus hombres de mayor confianza tenían acceso, Lorenzo esperaba en silencio. Afuera, el viento sacudía las ramas del ciprés. Dentro, el aire olía a madera vieja y a pólvora, como si la historia de los Leone aún respirara entre esas paredes.
Greco entró, sin anunciarse, su paso firme resonando sobre el piso de mármol. No necesitó palabras. Ambos sabían que la conversación que tendrían podía romper siglos de silencio familiar.
—Lorenzo —dijo Greco, con la voz baja pero cortante—. Nonna me dijo que tú… que ustedes han retomado algo que fue suyo
alguna vez.
Lorenzo sonrió levemente, con la serenidad de quien ha sobrevivido demasiadas guerras para tener miedo.
—No volví por nostalgia, Greco. Volví por ella. Y por ti. Por la familia que alguna vez ayudé a levantar desde la sombra. Nunca dejé de mirar.
Greco lo observó un largo segundo. Despué