La mansión había recuperado su calma hacía ya tres semanas, pero dentro de la habitación principal el silencio seguía siendo tan afilado como un cuchillo. Arianna, aunque dormía junto a Greco cada noche, lo hacía de espaldas a él. Desde que supo la verdad sobre su madre y desde que él, cegado por la ira, la había lastimado, su corazón se había encerrado en una muralla de hielo.
Aquella mañana, cuando el sol apenas acariciaba los ventanales, Greco entró con una bandeja. El aroma del café recién hecho se mezclaba con el de pan caliente y frutas frescas. Pero no eran las manos de una sirvienta las que sostenían el desayuno, sino las de él.
Arianna, con una bata de seda clara, estaba a punto de entrar al baño. Sus pasos eran firmes, casi orgullosos, pero también escondían un temblor. No quería hablar, no quería abrir más heridas.
Greco dejó la bandeja sobre la mesita y se acercó despacio. Su voz, grave y áspera, se suavizó como rara vez lo hacía.
—Arianna… ascoltami… —susurró, tomándola d