Toscana despertaba con un aroma fresco a flores y pan recién horneado. Las campanas de la iglesia repicaban suavemente, llamando a los pocos fieles del pueblo a la primera misa. El aire era cálido, veraniego, y los campos verdes se extendían más allá de lo que alcanzaba la vista. Arianna —ahora Silvana— caminaba por la calle empedrada que llevaba al mercado, con una cesta colgada del brazo, vestida con un sencillo vestido azul suelto que apenas disimulaba su vientre de casi seis meses.

Los lentes de color lila descansaban en su nariz, discretos pero elegantes, y su cabello negro caía suavemente hasta sus hombros. Saludaba a los vecinos con una sonrisa tímida, sin levantar demasiadas sospechas, y se detenía a mirar algunas flores en un pequeño puesto de la plaza.

—¿Las margaritas significan esperanza, verdad? —preguntó al florista.

—Eso dicen, signorina. ¿Está buscando algo especial hoy?

—Solo… algo bonito para la casa.

A pocas calles de distancia, oculto tras un café con ventanales amp