El silencio se instaló entre ellos, pesado como el plomo. Afuera, el cielo de Roma se había teñido de un gris plomizo, presagio de la tormenta que aún no se desataba.

Luciana miró el rostro endurecido de Greco. Por primera vez, no sintió miedo. Sintió... reconocimiento. Ese hombre no solo era peligro. Era un animal herido, como ella.

—Mi madre… —comenzó, tragando saliva—. Nunca me quiso. Solo me usó. Cuando tenía doce, me vendió por primera vez. Dijo que tenía que pagar sus deudas… y que yo era “el precio más alto que podía ofrecer”.

Greco no la interrumpió. Solo apretó más su mano.

—Después conoció a Enzo. Él fingía cuidarme… pero cuando cumplí diecisiete, se convirtió en algo peor. Me decía que si no estaba con él, mi madre me entregaría de nuevo. Así que acepté. Me resigné.

Luciana apartó la mirada, respirando hondo.

—Y luego apareció Vittorio. Él no fue como los otros. Él… planeaba algo. Me estudiaba. Decía que mi sangre era “especial”. Que nací en una fecha sagrada. Que estaba des