C52: Mi señor… ¿qué está…?

Por un instante fugaz, Askeladd llegó a preguntarse si acaso Azucena no estaba tomando en serio sus palabras. Había dejado claro, con total franqueza, que ella tenía la libertad de rechazarlo, que nada le sucedería si lo hacía, que no habría castigo alguno si decidía apartarse de él. Y sin embargo, en ese breve momento de duda, pensó que tal vez lo ignoraba, que prefería entregarse con tal de asegurarse un futuro libre de represalias antes que arriesgarse a decirle que no.

Esa idea se cruzó por su mente, pero no tardó en disiparse cuando la observó con atención: ella no estaba fingiendo. Lo que había en ella no era miedo ni resignación, tampoco la fría obediencia de una esclava que actúa por obligación. Lo que había en su rostro era entrega auténtica, un deseo silencioso pero evidente que la impulsaba a permanecer allí, a esperar con ansias el acercamiento de sus labios.

Cuando Azucena alzó el rostro y entreabrió sus labios con la clara intención de recibirlo, la duda de Askeladd se d
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