Cuando los golpes resonaron en la puerta, el sonido repentino hizo que Askeladd se congelara en el acto, su movimiento quedó interrumpido y el gemido que escapaba de los labios de Azucena se quebró al instante.
Askeladd reaccionó de manera instintiva, retirando los dedos con rapidez, como si hubiese sido sorprendido en un acto prohibido que no debía presenciar nadie. Se quedó callado, incapaz de pronunciar palabra, con los ojos fijos en la escena que tenía frente a él. Azucena seguía apoyada sobre el escritorio, con el vestido recogido hasta la cintura y su torso inclinado hacia la madera como una entrega absoluta. La imagen era demasiado comprometedora, tan escandalosa que por un instante se preguntó qué diablos estaba haciendo, cómo había llegado hasta ese punto.
Sin pensarlo demasiado, la tomó con fuerza del brazo y, en un movimiento brusco y decidido, la levantó hasta ponerla de pie frente a él. El rostro de Azucena era un retrato que lo perturbó más que cualquier otra cosa: sus me