En el centro de la ciudad, el señor Gian Meyer se pone de pie de un salto al escuchar a su secretaria.
—¿Qué has dicho? —preguntó de inmediato. Su voz resonó con una mezcla de incredulidad y tensión contenida. La secretaria, una mujer joven y nerviosa, sostenía entre sus manos un informe que había llegado de manera inesperada aquella misma mañana. —Su hija, señor —dijo mi secretaria emocionada—. ¡Su hija acaba de aterrizar en la casa de los Castillos en un avión particular! Dejé escapar un largo suspiro, cerrando los ojos como si al hacerlo pudiera aguantar la noticia que acababa de escuchar. Mis pensamientos se desbordaron con rapidez, intentando pensar qué debía hacer. Después de todos estos años de espera, ella sola venía a mí. —¿Es segura esa infor