Kael
La oscuridad me envolvía como un manto pesado, asfixiante. No sabía cuánto tiempo había permanecido inconsciente, pero cuando mis párpados finalmente se abrieron, el mundo parecía distinto. Más nítido. Como si un velo se hubiera levantado ante mis ojos.
El dolor llegó después. Un dolor punzante que atravesaba mi costado y se extendía por todo mi cuerpo como veneno. Intenté incorporarme, pero cada movimiento era una tortura. La habitación giraba a mi alrededor, las sombras danzaban en las paredes como espectros burlones.
—No te muevas —dijo una voz familiar.
Giré la cabeza lentamente. Auren estaba sentada junto a mi lecho, con el rostro pálido y marcado por la preocupación. Sus ojos, aquellos ojos que me habían cautivado desde el primer momento, parecían más oscuros, más profundos. Como si también ella hubiera cambiado durante mi ausencia.
—¿Cuánto tiempo...? —mi voz sonaba áspera, extraña.
—Tres días —respondió ella, acercándome un vaso de agua—. El médico dijo que la fiebre casi