Kael
El salón del trono se había convertido en un campo de batalla. Las columnas de mármol, testigos silenciosos de siglos de historia, ahora presenciaban el enfrentamiento que podría cambiar el destino de dos reinos. El rey Aldric, aquel que había sembrado terror durante décadas, me miraba con una mezcla de desprecio y curiosidad desde su trono de obsidiana.
—Así que tú eres el perro guardián de mi enemigo —dijo con voz pausada, casi aburrida—. El famoso Comandante Kael, la sombra del príncipe Darian.
No respondí. Las palabras eran innecesarias cuando la sangre clamaba por ser derramada. Mi espada, desenvainada, reflejaba la luz mortecina que se filtraba por los vitrales. A mi espalda, los cuerpos de seis guardias reales yacían inmóviles. No había querido matarlos, pero ellos habían elegido defender a un monstruo.
—Impresionante —continuó el rey, levantándose con parsimonia—. Seis de mis mejores hombres. Ni siquiera sudaste.
—No he venido a conversar, Aldric.
El rey sonrió, una mueca