Auren
El amanecer llegó teñido de carmesí, como si el cielo mismo sangrara por las heridas de la noche anterior. Me encontraba en la torre este, observando el patio del castillo donde los guardias reales arrastraban los cuerpos de los rebeldes caídos. Algunos aún respiraban, dejando rastros de sangre sobre las piedras mientras suplicaban clemencia. No la habría.
Mis manos temblaban aferradas al alféizar de la ventana. Cada grito, cada súplica, cada sonido de espadas desenvainadas me atravesaba como una daga. Todo esto había comenzado por mí. Por nosotros.
La rebelión de Kael había sido sofocada con brutal eficiencia. El príncipe Darius había ordenado que los cabecillas fueran ejecutados al amanecer, y los demás encarcelados hasta decidir su destino. Entre ellos, varios de los hombres más leales a Kael.
—Deberías apartarte de la ventana —dijo Liora a mis espaldas. Mi doncella, la única en quien confiaba, me observaba con ojos cansados—. No es bueno que veas esto.
—Debo verlo —respondí