capitulo 3

POV VALERIA. 

Cuando se fueron la casa quedo nuevamente en silencio, me encerre en mi habitacion pensando en lo que habia pasado, como Elena intento hecharme y la repetian aparicion de Adrian, y ese hombre tan intimidante. No podía dejar de pensar en él.

Ese hombre.

Ese desconocido que irrumpió en mi vida de golpe, acompañando a Adrián, con esa mirada que parecía capaz de desnudar lo que callaba. Armando Martínez.

La noche anterior me había quedado despierta imaginando quién era en realidad, qué lo traía a mi casa en medio de mi duelo y por qué su presencia me inquietaba tanto como me atraía. Su voz grave todavía resonaba en mi memoria: “Nos veremos en la junta de accionistas”.

Por la mañana, mientras bebía mi café, no pude contenerme.

—Adrián —le pregunté en cuanto lo vi entrar—, ¿qué clase de socio es ese Armando? ¿Por qué lo trajiste a mi casa sin avisarme?

Él desvió la mirada hacia unos documentos que traía bajo el brazo.

—Valeria, después vamos a hablar de eso. Ahora concéntrate en lo importante: poner en orden la casa, los papeles y la empresa.

—No me cambies de tema —insistí—. Quiero saber quién es.

Adrián suspiró, evasivo.

—Créeme, no es el momento. Hay muchas cosas que irás descubriendo a su tiempo.

Me mordí el labio, frustrada. Esa respuesta no hacía más que alimentar mi desconfianza. Algo me decía que Armando no era un simple socio. Y lo peor: Adrián sabía más de lo que estaba dispuesto a contarme.

Suspiré hondo, tragándome las preguntas que me carcomían. Había demasiado por hacer. Elena había dejado la casa hecha un desastre tras su partida; armarios revueltos, objetos fuera de lugar, ropa tirada como si quisiera marcar su territorio con caos. Ordenar fue mi refugio, mi manera de mantenerme en pie mientras mi vida se desmoronaba.

Mientras revisaba facturas y limpiaba el escritorio de Esteban, me sorprendió el olor de su perfume impregnado en las carpetas. Cerré los ojos un instante, sintiendo que aún estaba allí. Pero al abrirlos, la realidad me golpeó con fuerza: él ya no estaba, y todo dependía de mí.


Días después.

La prueba más grande desde la muerte de Esteban estaba por llegar: la junta con los socios. Tenía miedo de no estar a la altura, de que me vieran como una usurpadora. Pero también tenía algo a mi favor: el 70% de las acciones y la certeza de que no dejaría que la herencia de Esteban cayera en manos equivocadas.

Respiré hondo y me preparé. Al llegar temprano a la sala de juntas, organicé carpetas, pedí café y agua, me obligué a parecer segura aunque por dentro me temblara cada músculo.

Uno a uno fueron entrando los socios. Adrián me dedicó su sonrisa tranquilizadora, y detrás de él apareció Armando. Sentí cómo se me erizaba la piel al verlo. Ya no era un desconocido, pero tampoco podía decir que lo conocía. Su sola presencia imponía.

Cuando todos estuvieron sentados, me puse de pie y hablé con firmeza:

—Señores, como todos saben, Esteban falleció hace unas semanas. Mientras se lee el testamento y la justicia reparte lo que corresponda, me estoy haciendo cargo de la empresa. En sus carpetas encontrarán el informe del mes, las utilidades, y un plan de mejoras que elaboré con los gerentes.

El silencio se extendió. Hasta que el señor Camargo, el más veterano, tomó la palabra:

—Señora Montero, debo reconocer que está haciendo un trabajo impecable. Creo hablar en nombre de todos cuando digo que tiene nuestro apoyo. Sin embargo… —se aclaró la garganta—. Todos conocíamos a Esteban. Era un excelente empresario, pero en lo personal… tenía fama de promiscuo. No me sorprendería que, tarde o temprano, aparecieran personas reclamando parte de su herencia.

Un nudo me cerró la garganta. Pero antes de que respondiera, Armando intervino con calma, aunque cada palabra sonaba como un golpe medido.

—Lo personal no puede debilitar lo empresarial. Lo que necesitamos aquí es estabilidad, y la única manera de conseguirla es respaldando a quien legalmente y en la práctica dirige esta compañía. La señora Montero no solo tiene las acciones, tiene la fortaleza necesaria. Rumores no van a pagar facturas ni sostener contratos.

Sus palabras fueron contundentes. El murmullo en la sala se disipó. Yo lo observé de reojo, desconcertada. ¿Por qué me defendía con tanta firmeza? ¿Qué buscaba?

La reunión siguió con reportes y balances. Armando habló poco más, pero cada comentario suyo fue certero, mostrando que conocía el negocio como si llevara años en él. Nadie volvió a cuestionarme abiertamente.

Cuando todos se retiraron, Adrián me tocó el brazo.

—¿Estás bien?

—Cansada —admití—. Pero siento que hoy di un paso.

Él sonrió, aunque su mirada ocultaba algo. Atendió una llamada urgente y me dejó sola en la sala con Armando.

Él se acercó con paso seguro. Su sombra parecía llenar el lugar.

—Estuvo bien lo de hoy —me dijo—. Se nota que no la intimidan fácil. Eso será clave.

—No sé si fue fortaleza o puro instinto —respondí, tratando de sonar firme.

Su mirada se clavó en la mía, penetrante.

—En los negocios no importa. Lo que cuenta es el resultado.

Hizo una pausa breve, dejando que el silencio hablara.

—Valeria, necesitamos una reunión a solas. Hay cosas que usted no sabe… y es mejor que las escuche de mí que de otros.

Mi corazón se aceleró.

—¿Qué cosas?

Él sonrió apenas, como quien guarda un secreto peligroso.

—Lo sabrá pronto.

Y con un apretón de manos firme, se despidió. Cuando salió, sentí que me faltaba el aire. Armando no era un simple socio. Era un hombre que venía con verdades ocultas… y yo aún no sabía si estaba de mi lado o preparaba la trampa más grande de todas.

Cuando volví a mi oficina, todavía estaba aturdida. Tenía un asunto pendiente: despedir a mi asistente.

—Margarita, por favor, pase.

Entró moviendo las caderas, con su falda corta y su maquillaje exagerado. Parecía cualquier cosa menos una asistente ejecutiva.

—Tome asiento. Seré breve. A partir de este momento está despedida. Puede pasar por su liquidación a contabilidad.

Su carcajada fue tan ofensiva que me heló la sangre.

—¿Y quién se cree usted? Tiene un contrato conmigo y apenas llevo un año. Usted no es nadie más que una viuda amargada, resentida porque su esposo buscaba en la calle lo que no encontraba en su cama.

Mis manos temblaron.

—No le permito que me falte al respeto.

Ella sonrió con burla.

—¿Quiere que le diga la verdad? Esteban y yo lo hacíamos aquí mismo, en este escritorio. Le fascinaba la adrenalina. Usted nunca le dio lo que necesitaba.

Sentí que el suelo desaparecía bajo mis pies.

—¡Basta! Salga de mi oficina.

—Me iré, pero antes le dejo un regalo: en el cajón derecho de su escritorio está la agenda privada de su “adorado” esposo; después de leerla, entenderás mejor a tu marido. Disfrute la sorpresa.

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