Capítulo 4.

Esa noche en la penumbra de mi habitación saqué la libreta como si fuera una serpiente dormida. Al principio, todo parecía normal: teléfonos de socios, distribuidores… incluso de sus esposas, como si llevara un mapa social de cortesías y negocios. Pero, a medida que avancé las páginas, el trazo de Esteban cambió. Nombres de mujeres. Direcciones. Notas rápidas, sucias, como cicatrices en el papel.

“Elena Falcón — fogosa. Repetir.”

“Carolina Marchan — muy pegajosa. No llamar de nuevo. Quiere más que sexo. Ojo.”

“Laura Chávez (Gerente Distribución HC) — piernas suaves. La mejor… experta. Llamar 1 vez al mes.”

“Vendedora sede norte — curvas peligrosas. Excelente en su campo.”

Tragué saliva. Pasé páginas con la mano temblando. La lista seguía y seguía. Setenta y nueve. Setenta y nueve. Me ardieron los ojos. Esteban… ¿cuándo? ¿cómo? ¿con quién me casé?

Cerré la libreta de golpe. Sentí rabia, una rabia honda que venía de años callados. Me maldije por haber sido tan obediente, tan dócil. Las damas no hacen ruido. Las damas no gimen. Las damas se quedan quietas. Todo ese catecismo absurdo que me repetía como si fuera amor, mientras él se revolcaba con medio mundo, incluso con empleadas. Ahora entendía por qué las jóvenes no duraban en la mansión.

De pronto me sentí vacía. Llené la tina. Eché mis sales favoritas. Me desnudé despacio, como si me quitara una piel antigua. El agua tibia me envolvió y, por unos minutos, respiré.

Lloré. No a gritos. Lloré hacia adentro, en esa forma silenciosa que nadie oye pero que lo rompe todo. Y, cuando ya no quedaron lágrimas, lo decidí.

Me levanté de la tina. Me miré desnuda en el espejo: los ojos hinchados, sí; pero había algo nuevo en mi postura, una rigidez distinta en la barbilla. Se acabó. Esta noche muere la mujer sumisa. Esta noche entierro la versión de mí que él moldeó. El amor no humilla. El amor no te hace pequeña, debe ser fortaleza y Esteban me encerró en una jaula de oro mientras fingía ser el marido perfecto.

Me levanté antes del amanecer, le pedí al chofer que me llevara directo al salón más famoso de la ciudad. Conseguí una cita casi a la fuerza; le dije a la dueña que era “una cuestión de vida o muerte”, y al escuchar mi voz firme, no dudó en abrirme un espacio.

—Quiero un cambio extremo —le dije, mirando mi reflejo en el espejo, con el cabello largo, sin brillo, colgándome como un recordatorio de todo lo que había permitido.

—¿Qué tan extremo? —preguntó ella, arqueando una ceja.

—Que ni yo misma me reconozca.

Y lo hizo.

La nueva yo nació en ese salón. Caminé hacia la salida con tacones altos y sentí que la ciudad entera se detenía a mirar. Yo misma no lo creía. Sonreí. Me encantaba.

El chofer me miró dos veces antes de reconocerme.

—¿Señora Valeria? —preguntó, incrédulo.

—Sí, soy yo. —Tuve que reírme.

El trayecto hasta la empresa se me hizo corto. Entré al edificio con paso seguro. Los empleados se quedaron boquiabiertos. Nadie esperaba verme así: de overoles y camisetas a un vestido que abrazaba mis curvas, tacones que marcaban mi andar, el cabello rojo cayendo en ondas sobre mis hombros. Valeria Ríos había resucitado.

Me entregaron las hojas de vida para entrevistar a las candidatas a asistente. Eran quince. La mayoría creyó que bastaba con una minifalda y una sonrisa para impresionar. Se equivocaban: no buscaba un adorno, sino a alguien capaz. En menos de cinco minutos, la mitad estaba fuera de mi oficina. Solo una me impresionó: Cinthia Romero, historial impecable, experiencia sólida, mirada despierta.

—Empiezas hoy mismo —le dije. Y agradecí haberla encontrado: apenas con una explicación, tomó los documentos y se puso a trabajar como si llevara meses en la empresa.

Mientras estaba concentrada en los permisos aduaneros de un envío atrasado, escuché un golpe en la puerta.

Era Adrián Vega.

—Valeria… ¿eres tú? —su sonrisa quedó congelada.

Reí.

—Claro que soy yo. Solo fue un corte y un tinte.

—No, mujer. —Se acercó un paso, con los ojos brillando—. Te ves como una diosa. Espectacular.

Sentí el rubor subir a mis mejillas, pero lo disimulé.

—Gracias, Adrián. ¿Qué te trae por aquí?

—Contratos —me tendió una carpeta—. Son con el nuevo socio de Esteban, ese que firmó hace un mes. Quiero que los revises y te prepares para su llegada.

—Él ya me habló de eso. Según decía, lo haría ganar millones. —Pasé los dedos por la carpeta—. Está bien, lo leeré luego. Ahora debo terminar con los permisos.

—Perfecto. —Hizo ademán de salir, pero me miró una vez más—. Ese cambio merece una celebración. Déjame invitarte a cenar.

Negué con una sonrisa.

—Hoy no puedo. Tengo algo pendiente en casa. Pero mañana con gusto.

—Mañana, entonces. —Me miró de arriba abajo—. Y lo repito: estás hermosa.

*

*

Dos meses de la muerte de Esteban. Hoy se leerá el testamento.

He elegido un vestido negro que abraza mis curvas como segunda piel. Mis labios, rojos como sangre, contrastan con mi melena del mismo tono. Frente al espejo, me reconozco en la mujer que juré ser: la Valeria sumisa murió con él.

El trayecto al despacho de Adrián Vega se me hace corto. Inspiro profundo y entro con paso seguro. En la sala de juntas ya están todos: Elena, con su sonrisa venenosa; sus sobrinos, fieles como perros; y un hombre que no conozco.

—Buenos días, Valeria —me saluda Adrián, siempre cordial.

—Buenos días. —Respondo firme, ignorando la mirada de Elena.

—Falta una persona para comenzar —anuncia Adrián.

Lo sabía. Siempre hay un invitado inesperado.

La puerta se abre. Una mujer de cabello negro y ojos verdes entra, llevando de la mano a una niña de unos tres años. El aire abandona mis pulmones. Mis manos sudan, mi corazón golpea mi pecho como un tambor de guerra. La sonrisa de Elena se ensancha, como si hubiera estado esperando este instante para clavarme el puñal.

Adrián aclara la voz. —Ya que estamos todos, con el permiso del notario, procederé a la lectura del testamento de Esteban Montero.

El silencio se vuelve insoportable.

—“Yo, Esteban Montero, dejo todos mis bienes, cuentas bancarias y acciones de la empresa a mi legítima esposa, Valeria Montero. Ella supo estar a mi lado cuando la compañía estaba en bancarrota y sé que en sus manos prosperará. A mi madre, Elena de Montero, le dejo una suma considerable, la hacienda donde vive y una pensión mensual, aunque la propiedad volverá a mi esposa tras su muerte.

“Valeria, sé que en este momento me odias, porque ya sabrás que tengo una hija con otra mujer. No lo hice por traición, sino porque quería que fueras madre. Ella lleva mi sangre, y mi deseo es que tú seas quien la críe. La mujer que hoy la acompaña solo fue un vientre de alquiler. La custodia de la niña, Violeta Montero, será entregada a ti.

“A la madre gestante le dejo la casa en la que reside y una pensión mientras la niña cumpla los cinco años, momento en el que deberá entregártela. Perdóname por ocultártelo, pero no dudes nunca de mi amor. Siempre fuiste, y serás, la razón de mi vida.”

El notario cierra la carpeta. El silencio pesa más que el plomo.

Siento que el mundo se me cae encima. Una niña. Una hija que yo nunca podré darle. Y encima, me la arroja como un regalo envenenado desde la tumba. Me levanto de golpe, apenas escucho a Adrián diciendo mi nombre. El aire me falta, necesito escapar. Tomo mi bolso y salgo corriendo.

—¡Valeria, espera! —escucho a Adrián tras de mí.

Pero no me detengo, odio tanto a Esteban, porque, no entiendo porque me hizo tanto daño si yo solo me dedique amarlo, como odio amarte Esteban Montero.

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