capitulo 2

Capítulo 2.

Después de salir del hospital regresé a casa. Cada paso dentro de la mansión me resultaba extraño, como si la vida se hubiese detenido allí mismo. Las paredes parecían frías, los pasillos más largos de lo normal, y el aire… vacío. Las empleadas se acercaron con sus condolencias, pero yo apenas asentía con la cabeza; no tenía fuerzas para hablar, no tenía ganas de nada. Solo podía pensar en Esteban.

Aun así, respiré profundo y marqué el número.

—Buenas noches, señora Elena.

—¿Por qué me llamas tú? —su voz era dura, cortante—. ¿Dónde está mi Esteban? Ese ingrato desde que se casó contigo nunca más volvió a llamarme.

Tragué saliva, sentí que las palabras me pesaban como piedras.

—Por eso la llamo. Esteban tuvo un accidente automovilístico esta tarde.

Hubo un silencio breve y luego un grito ahogado.

—¿Qué? ¿Cómo es posible? ¿Dónde está mi hijo? ¿Por qué me entero hasta ahora? Siempre supe que no servías para nada… voy a tomar un vuelo a Buenos Aires de inmediato.

—Lo lamento, señora —mi voz se quebró—. Esteban murió esta tarde, durante la cirugía.

—¡No! —sus sollozos se colaron por la línea—. ¡No es cierto! ¡Mi hijo no está muerto! ¡Me estás mintiendo, Valeria!

Yo también lloraba en silencio.

—Ojalá fuera mentira… ya le reservé un boleto para que pueda venir al funeral.

Colgué antes de que siguiera atacándome. No quería escuchar más reproches, no esa noche. Llamé a los primos y tíos de Esteban, gente que nunca fue realmente cercana, pero que igual debía estar allí para despedirlo. Cuando terminé, ya era muy tarde.

El dolor era tan intenso que parecía partirme en dos. Lloré en silencio, deseando que las lágrimas pudieran quitarme el sufrimiento, pero era imposible. En esa oscuridad, recordé el día que lo conocí.

Había llegado a la universidad sin saber dónde quedaba mi aula. Estaba perdida y nerviosa, hasta que él, apurado por llegar a clase, tropezó conmigo. Sus ojos se cruzaron con los míos y supe que algo había cambiado. Desde ese día, no se apartó de mí: me invitaba a almorzar, me ayudaba con los trabajos, me consiguió un empleo para que pudiera sobrevivir. Yo era huérfana y estudiaba gracias a una beca, mientras él era el hijo único de una familia adinerada.

Cuando se graduó y tomó las riendas de la empresa, me pidió matrimonio. Fue un escándalo. Sus padres se opusieron, su madre me despreció abiertamente, pero él me eligió. Peleó por mí y me defendió. Se distanció de ellos y me llevó a vivir a esta casa, donde empezamos una vida juntos.

Los primeros años fueron un sueño: amor, detalles, sonrisas. Todo, excepto la maternidad. Cada intento fallido de tener un hijo nos partía el alma. A pesar de que nuestra intimidad era distinta a las historias de mis novelas románticas, yo lo amaba así: correcto, protector, leal… o al menos eso creía. Y ahora, de golpe, lo había perdido.

*

*

La llegada de Elena fue una escena aparte: entró con un vestido de diseñador, enormes gafas oscuras y tacones que resonaban contra el suelo como un desfile. Lanzó un grito desgarrador frente al féretro, tan exagerado que, de no conocerla, cualquiera habría pensado que era dolor genuino.

Lo enterramos en el mausoleo familiar, fue como si ver mi alma se hubiera quedado con él en esa tumba, las condolencias llovieron: algunas sinceras, otras de cortesía, muchas por conveniencia. En la mansión su foto seguía en el altar lleno de flores, allí permanecería durante los nueve días. No hablé, casi no comí. Ana me obligaba a tomar té para que no me desplomara, y yo lo aceptaba en silencio, había perdido mi otra mitad, ya la vida no tenía sentido.

Era temprano en la mañana y ya los invitados se habían ido, bueno gran parte aún quedaban los más molestos. Desperté con los ojos hinchados de tantas noches en vela. Apenas había dormido unas horas, pero necesitaba un café para soportar lo que venía. Había evitado enfrentar muchas cosas desde la muerte de Esteban, pero sabía que ese día ya no tendría escapatoria. Por suerte, las visitas aún dormían. Hoy dejarían mi casa. La hipocresía y la falsa amabilidad me resultaban insoportables; como dicen, al caído, caerle.

—Buenos días, Ana.

—¿Cómo se encuentra, mi señora?

—Viva.

Ana me extendió una taza de café humeante.

—Ya le tengo su café como le gusta.

—¿Cómo sabías?

—Estas canas lo saben todo —bromeó.

Solté una leve risa. —Gracias. Voy a estar en el despacho revisando las cuentas. En unos días tengo que reunirme con el abogado de Esteban.

“Voy a hacer que, desde donde estés, te sientas orgulloso de mí, Esteban —pensé con lágrimas contenidas—. Te extraño tanto… quisiera verte entrar y decir: ‘amor, ¿ya preparaste la cena? Muero de hambre’”. Sacudí las lágrimas de mis mejillas y seguí trabajando.

Tres horas después, golpearon la puerta.

—Pase.

Ana irrumpió con el rostro desencajado.

—¡Señora, tiene que venir de inmediato! Su suegra se volvió loca… está sacando todas sus cosas y las puso en la puerta.

—¿¡Qué!?

—Como lo oye. Ordenó a dos empleadas sacar todas sus pertenencias de la habitación principal y dejarlas en la entrada.

El corazón me golpeaba el pecho. Me levanté y caminé con pasos rápidos hasta el recibidor. Allí estaban, mis cosas amontonadas como basura.

—¿Qué es esto? —pregunté, con la voz temblando de indignación—. Ana, ¿quién sacó mis cosas?

—Yo. —La voz de Elena retumbó desde las escaleras—. Te quiero fuera de mi casa.

—¿De qué está hablando, señora Elena?

—No te hagas la tonta, Valeria. Mi hijo ya no está. No tengo por qué soportarte más. O sales por tu cuenta, o te saco a la fuerza.

—¡Usted no puede echarme de mi casa! ¿Enloqueció?

—Te vas. Seguridad, saquen a esta mujer.

Los guardias se miraron entre sí, incómodos.

—Lo sentimos, señora —respondió uno de ellos—. Nosotros le debemos lealtad a la señora Valeria.

—¿¡Qué!? ¡Idiotas! ¿Acaso ella les paga sus sueldos?

—Lo siento, señora, pero no la tocaremos.

—¡Están despedidos! —bramó Elena—. ¡Carlos y Martín, vengan!

Los primos de Esteban bajaron las escaleras con gesto burlón.

—¿Qué pasa, tía Elena?

—Quiero que saquen a esta mujer de la casa.

Ambos se acercaron con aire amenazante. Me sujetaron con fuerza de los brazos y me empujaron hacia la puerta. Forcejeé con todas mis fuerzas, pero era inútil. Eran mucho más fuertes. Me lanzaron al jardín junto con mis pertenencias.

Me levanté como pude, con las rodillas ardiendo. Sacudí la tierra de mi ropa y comencé a recoger mis cosas del suelo. Entonces un auto se detuvo frente a la mansión.

De él bajó Adrián Vega, impecable en su traje gris, un hombre de más de cuarenta años, atractivo y con un aire de autoridad natural.

—¡Por Dios, Valeria! ¿Qué te pasó? Tus rodillas… estás sangrando. ¿Qué significa todo esto? ¿Por qué están tus maletas afuera?

—Elena me tiró a la calle como a un perro. —Mi voz se quebró—. No le importó que Esteban apenas lleve unos días de muerto… solo quiso hacer su voluntad.

El rostro de Adrián se endureció. Me sostuvo con firmeza, ayudándome a caminar de vuelta a la casa, tocamos la puerta y Elena abrió, fingiendo sorpresa.

—¡Adrián, querido! Qué honor tu visita.

—No vine a verte a ti, Elena. Vine a atender asuntos de Esteban. Y, para mi sorpresa, me encontré a Valeria tirada en la calle como basura, cuando la basura aquí son otros.

El rostro de mi suegra se tensó.

—Cuida tus palabras. No te permitiré que me hables así.

—Más bien yo no voy a permitir que trates a Valeria de esa forma. Ella es la viuda de Esteban y merece respeto. Y además… —levantó los documentos—, ella es la dueña de esta mansión.

Elena soltó una risa forzada.

—¡Ja! Este lugar era de mi hijo. Y como no tuvo herederos, yo, su madre, tengo derecho sobre todos sus bienes.

—Te equivocas. Esta mansión es propiedad de Valeria desde el día que se compró. Alonso la puso a su nombre como regalo de bodas. Aquí tienes los papeles. Nadie, ¿me escuchaste? Nadie puede sacarla. Así que te pido, de la forma más cordial, que te marches junto a tus sobrinos antes de que te obligue.

Elena lo miró con furia.

—¡Tú eres amante de ella, ¿verdad?! Por eso la defiendes con tanto empeño.

Adrián sostuvo su mirada con dureza.

—Cuida lo que dices. No todas son tan sinvergüenzas como tú. El ladrón juzga por su condición.

Elena frunció el ceño.

—¿Qué insinúas, Adrián?

—Nada. Pero si no quieres que hable de más, será mejor que te vayas. Porque lo que tengo que decir no te va a gustar.

Hubo un silencio tenso. Finalmente, Elena cedió y salió con sus sobrinos, derrotada por el momento, aunque sus ojos prometían guerra.

La batalla se había detenido… pero la guerra apenas comenzaba.

Sigue leyendo este libro gratis
Escanea el código para descargar la APP
Explora y lee buenas novelas sin costo
Miles de novelas gratis en BueNovela. ¡Descarga y lee en cualquier momento!
Lee libros gratis en la app
Escanea el código para leer en la APP