Capítulo 1.
Han pasado diez años desde que me casé con Esteban Montero. Una década en la que he vivido convencida de que soy la mujer más afortunada del mundo: tengo una hermosa casa, un jardín que es mi refugio, y un esposo que, a mis ojos, siempre ha sido perfecto. Esteban dirige una compañía de armado de autos, con sede principal en Argentina. Su trabajo exige viajes constantes, pero cada regreso suyo me hacía sentir completa. Dejé mi carrera en contaduría a pocos meses de graduarme para dedicarme a él, para ser la esposa que siempre soñé ser. Durante años intentamos tener un hijo… pero no fue posible. Con el tiempo, y gracias a su aparente apoyo, aprendí a aceptar mi destino. Mi vida transcurría entre el cuidado de la casa, mis lecturas de novelas románticas y mi jardín, ese rincón de paz que me enamoró desde que vimos la propiedad: un pequeño estanque rodeado de flores, con un columpio que él mandó poner solo para mí. Ese lugar era mi tesoro, pero una tarde todo aquello se vino debajo de golpe. Me quedé dormida en medio de la lectura, abrazada a mi libro de siempre, hasta que el sonido insistente del teléfono me despertó. —¿Hola? —pregunté con voz somnolienta. —Buenas tardes, ¿hablo con la señora Valeria Montero? —Sí, soy yo. —La llamamos del Hospital Central. Su esposo tuvo un accidente muy grave. Necesita una cirugía de emergencia y requerimos su autorización inmediata. El corazón me dio un vuelco. —¿Qué? ¿Cómo está Esteban? ¡Salgo ahora mismo! Por favor, no lo dejen morir… —No tarde, señora. El camino al hospital fue eterno. El tráfico, las sirenas, los gritos de las ambulancias… todo parecía un caos. Apenas llegamos, vi camillas, heridos, sangre. Pero nada de eso importaba: yo solo quería saber dónde estaba mi esposo. Una enfermera me guio hasta el quinto piso. En el pasillo noté a una mujer llorando desconsolada, pero no le di importancia; en un hospital, las lágrimas eran parte del paisaje. Firmé papeles con manos temblorosas, aunque ya Esteban estaba en quirófano. Lo único que me quedaba era esperar. Pasaron horas que se sintieron como siglos, hasta que el cirujano apareció en la sala. —Familiares de Esteban Montero. Me levanté de golpe. —Soy su esposa, doctor. ¿Cómo está? El médico bajó la mirada, y supe que algo estaba roto antes de que hablara. —Lo lamento mucho, señora… No pudimos salvarlo. El golpe en la cabeza, al salir expulsado del vehículo, le provocó muerte cerebral. Hicimos todo lo posible, pero la hemorragia era imparable. Si hubiera llevado el cinturón de seguridad, tal vez… —No… no puede ser. ¡No, él no está muerto! —las lágrimas me nublaron los ojos—. Esto es un error. Voy a despertar en el jardín en cualquier momento, lo veré llegar para la cena y me contará de su día… —Señora —su voz sonó firme, pero compasiva—. No es un sueño. Necesitamos que firme unos documentos para autorizar la autopsia. Me temblaba todo el cuerpo. Cuando el médico me tendió una pluma, sentí que la vida se me escapaba. Sin pensarlo, la clavé contra mi muñeca. Si Esteban se iba, yo debía ir con él. El doctor reaccionó de inmediato. Me quitó la pluma de la mano y, con ayuda de una enfermera, me inyectaron un calmante. La oscuridad me envolvió en cuestión de segundos. —Pobre mujer —murmuró la enfermera, creyendo que yo ya no escuchaba—. Amaba tanto a su marido que intentó seguirlo… —Amarlo, sí —replicó el médico en voz baja—. Pero él no valía ese sacrificio. —¿Por qué lo dice? El doctor suspiró. —Porque la mujer que estaba llorando afuera fue llamada primero, aparecía en el teléfono de Esteban como “amor”. Ella misma aclaró que no era la esposa, y nos dio los datos de la señora Montero. Además… en el cuerpo de él encontré marcas de dientes, al parecer de la copiloto que murió en el lugar. La enfermera lo miró incrédula. —Entonces… ¿tenía varias amantes? —Eso parece. Y para colmo, el oficial a cargo dijo que Esteban se pasó una luz roja y provocó la colisión múltiple. No llevaba cinturón. Fue el causante del accidente que acabó con su vida y la de otros. —Dios mío… pobre señora. Cuando despierte será devastador. —Sí, pero ahora descansemos del chisme —cerró el médico con un suspiro cansado—. Avíseme cuando despierte, necesitará ayuda. ** Cuando abrí los ojos ya era de noche. Me sentía mareada, desorientada. Poco a poco, la memoria regresó y la angustia me estrujó el pecho. —Señora Montero, no se levante —dijo la enfermera, acercándose—. Voy por el doctor. —Gracias… solo quiero ver a mi esposo. —Espere a que la revise, luego la llevaré a la morgue. El médico regresó poco después. —¿Cómo se siente? —Peor, doctor. Pero usted no tiene la culpa. Solo… por favor, déjeme despedirme de Esteban. —Lo hará. Solo quería asegurarme de que no tuviera otra crisis. Le recomiendo una cita con psicología. Le ayudará a sobrellevar la pérdida. Asentí en silencio. Firmé más documentos y, acompañada por la enfermera, caminé hasta la morgue. Cuando vi el cuerpo de Esteban sobre la camilla, cubierto por una sábana blanca, sentí que mi mundo se derrumbaba. Descubrí su rostro: pálido, con cortes y moretones. Le tomé la mano fría, besé su frente y lloré en silencio. Noté marcas extrañas en su cuello y hombros, pero me convencí de que serían por el accidente. Me incliné sobre él y susurré: —Pasaste por mi vida como una estrella, iluminando mis días… ahora tu brillo vivirá siempre en mi corazón. Nos separa la muerte, pero el amor nos mantiene unidos. Quererte fue fácil, olvidarte será imposible. Donde estés, espero que seas feliz y me esperes. Siempre serás el único amor de mi vida. Lo besé por última vez antes de dejar aquel lugar frío. Salí con el alma hecha pedazos, sin saber que la verdad apenas comenzaba a revelarse.