UN NUEVO TRABAJO.

AURA.

El pasillo del piso veinte se siente más largo y más estrecho de lo normal, una tubería gris y metálica. El aire acondicionado zumba con una monotonía implacable, pero la atmósfera está densa, cargada del olor a café quemado y el miedo silencioso.

Cada paso que doy en dirección a la oficina del editor jefe es un golpe seco en mi estómago. Sé que es por el reportaje, el que publicamos la semana pasada sobre el congresista violador y la red de silencio que lo protegía. Un trabajo explosivo que ha generado amenazas y, peor aún, una llamada directa del dueño del periódico a la redacción.

Me van a cesar, pienso con la frialdad del pánico.

Justo cuando estoy a punto de girar hacia la zona ejecutiva, Chloe emerge de la sala de archivos, cargada con una pila inestable de viejos volúmenes. Su pelo rubio ceniza, generalmente impecable, amenaza con desbordarse del moño.

— ¡Aura! —Exclama, luchando por mantener el equilibrio.

Me apresuro a ayudarla a sujetar la torre de papel, un alivio momentáneo por posponer mi destino.

— ¿Chloe? ¿Qué haces con la biblioteca entera? —pregunto, sintiendo ya la urgencia del elevador.

— Buscando antecedentes para una nota sobre corrupción municipal. Ya sabes, lo de siempre: tratar de exponer la podredumbre sin ser expuesta en el proceso. —Su risa es un poco demasiado alta.

Llegamos a la pared de espejos donde brillan las puertas de los ascensores. Pulsamos el botón y el indicador numérico sube con lentitud tortuosa.

— ¿Y qué tal va Lyam? —pregunta Chloe, girándose hacia mí. Su voz se vuelve conspirativa, aliviada de cambiar de tema—. ¿Ya te propuso el viaje a las islas?

Suelto un suspiro, recordando la calma predecible de Lyam, mi novio.

— Lyam está bien. Y no, todavía no. Ya sabes, Lyam es la estabilidad, no la espontaneidad.

La puerta del ascensor se desliza con un siseo metálico. Entramos. El habitáculo es pulcro, con un espejo que nos devuelve imágenes distorsionadas de ansiedad. El aroma a desinfectante se mezcla con el perfume barato de Chloe.

— Escucha —digo, volviendo al nudo en mi garganta—. ¿Has visto al jefe? Me llamó a su despacho.

Chloe me mira fijamente en el espejo. Su expresión se congela.

— No lo vi, pero... ¿es por el congresista? Toda la redacción está al límite. El ambiente es como un vidrio a punto de romperse, Aura.

— Es lo que temo —admito, las palabras salen apretadas—. Me va a destituir. Después de la amenaza que lanzaron por el teléfono... Me van a sacar por la puerta de atrás por "exceso de celo profesional". Dicen que he sobrepasado el límite.

La cabeza me da vueltas con las imágenes: el congresista, su sonrisa de víbora, las fuentes aterradas, la verdad que pusimos en primera plana. Violador y mentiroso.

— Pero hicimos lo correcto, Chloe. Teníamos todas las pruebas —murmuro, sintiendo la necesidad desesperada de justificación.

— Lo sé. E hiciste un trabajo magistral. Pero la prensa libre tiene un precio muy alto aquí, Aura. A veces, el costo es tu silla.

El ascensor se detiene. El ding metálico que anuncia mi piso es el sonido de una guillotina. El aire se siente más frío al cruzar la puerta de madera pulida, la entrada al juicio final.

— Deséame suerte —digo a Chloe, sintiendo que en realidad estoy pidiendo un milagro.

— La necesitarás. Y si te cesan... nos vamos por unas margaritas.

Salgo del ascensor. El pasillo ejecutivo, alfombrado y silencioso, ya no huele a café, sino a cuero fino y a un poder tan denso que casi me ahoga. La alfombra gruesa amortigua mis pasos, pero siento el martilleo de mi corazón resonando en mis oídos. El despacho de mi jefe, una puerta de madera oscura y brillante, me espera al final.

Cada paso es una lucha. No puedo permitirme perder este empleo. No ahora.

El sueldo de este medio, a pesar del riesgo constante de extinción profesional, es excepcional. Y lo necesito. No por lujos; mi hermana menor, Lily, depende de este seguro médico de alto nivel y de los constantes tratamientos. Mi trabajo aquí es su única esperanza real.

Mientras avanzo, mi mente se obsesiona con el reportaje: el Congresista Damián Keller. No fue solo un escándalo de corrupción política; fue la exposición de su participación en una red de pedofilia y tráfico de influencias que operaba bajo la fachada de la caridad. Un monstruo. Publicamos la verdad con pruebas irrefutables.

Ahora, Keller ha sido desenmascarado, pero su venganza es como un fantasma que me persigue. No solo ha presionado a los dueños del periódico. Siento escalofríos al recordar la nota anónima de la semana pasada. ¿Y si el jefe no me va a despedir, sino a apartarme para protegerme? ¿O, peor aún, porque Keller lo ha coaccionado para que me cese y así silenciar el tema de forma permanente? El poder de ese hombre es tan profundo como mi miedo.

Llego a la puerta. Inspiro hondo, intentando que mis pulmones absorban algo de la frialdad calmante del pasillo. Mi mano tiembla sobre la madera pulida.

— No lo pierdas. No por él —me digo a mí misma.

Golpeo con dos toques secos. El sonido, en este silencio solemne, parece una explosión.

— Adelante —llega la voz seca de mi jefe desde el interior.

Abro la puerta. La oficina es gigantesca, bañada en luz que viene de los ventanales con vistas panorámicas a la ciudad. Detrás de un escritorio imponente, mi jefe, el señor Hayes, me observa sin expresión.

Sé que estoy a punto de entrar a una guerra donde mi única arma es la verdad que ya he usado.

Me acerco con cautela. Él me indica una de las sillas de cuero frente a su escritorio.

— Siéntate, Aura —Su voz es mesurada, sin emoción, lo que solo acrecienta mi ansiedad—. Gracias por venir de inmediato.

Me siento en el borde de la silla, lista para saltar. El silencio que sigue mientras él revisa unos papeles es insoportable.

Finalmente, levanta la vista.

— Primero, mi felicitación, Aura —dice, y la tensión se resquebraja por un segundo. Inclina ligeramente la cabeza—. Tu trabajo con Keller fue impecable.

La sorpresa me desarma.

— ¿Impecable? —logro articular, mi voz suena pequeña.

— Sí, impecable. Un golpe de reportaje contundente y necesario. Sé que fue una nota tensa, peligrosa, y la reacción del Congreso ha sido histérica, como esperábamos. Pero quiero que sepas que el artículo se sostiene.

La mención de la histeria del Congreso me devuelve a la realidad. Me inclino ligeramente.

— Señor Hayes, si es por eso que me llamó... quiero disculparme por las amenazas que tuvo que recibir. Entiendo que los patrocinadores o, peor aún, los dueños, estén enfadados por la controversia...

Hayes alza una mano, deteniéndome.

— ¿Enfado? ¿Crees que estoy enfadado, Aura? En absoluto. De hecho, hice más que apoyarte. Yo di la orden para que el reportaje saliera en primera plana. Y si tuviéramos que repetirlo, lo haría.

Me quedo sin aliento. Eso es un alivio tan profundo que casi me hace llorar.

— Para eso estamos aquí —continúa Hayes, su mirada es de acero puro—. Los demás medios se doblegan ante la presión corporativa, bailan al son de los anunciantes o responden a los hilos de algún partido político. Pero nosotros, Aura, somos la excepción.

Me recupero un poco la compostura y asiento con firmeza.

— Lo sé. Por eso sigo aquí. Este periódico es el único reducto realmente independiente en esta ciudad. No trabajamos con ninguna entidad, no tenemos deudas con nadie. Solo con la verdad. Y creo que eso es lo que hizo que el golpe a Keller fuera tan efectivo.

Hayes asiente, la esquina de su boca se curva muy levemente.

— Exacto. Y precisamente por esa reputación de integridad y agresividad periodística, necesito asignarte la misión más importante de tu carrera.

Mi corazón, que se había calmado, vuelve a acelerarse. Esto no era un despido. Esto es algo más grande.

Hayes se recuesta en su sillón, entrelazando las manos sobre el escritorio. La formalidad de su postura me advierte que lo que viene es monumental.

— Exacto —reafirma, y su mirada se vuelve intensa—. Y precisamente por esa reputación de integridad y agresividad periodística, necesito asignarte la misión más importante de tu carrera.

Trago saliva, la ansiedad se mezcla con la anticipación.

— ¿De qué se trata, señor?

Hayes no se apresura. Su silencio es una herramienta.

— Te has ganado un nombre, Aura. No solo con Keller, sino con todos los reportajes de alto calibre que has manejado con discreción y ferocidad. Y ahora, vamos a poner esa reputación a prueba con un objetivo mucho más complejo que un político corrupto.

Señala una carpeta de archivo singularmente pulcra que descansa a un lado de su escritorio.

— Te estoy enviando a las ligas mayores. Necesito que consigas lo que nadie ha logrado en la última década. Necesito que penetres el hermetismo y el brillo de la figura más inaccesible y poderosa en el mundo de los negocios.

Mi respiración se acelera. ¿Quién podría ser más difícil de alcanzar que un magnate internacional?

— Vas a obtener una entrevista exclusiva con Christopher Jones.

La mención de ese nombre me deja sin aire. Christopher Jones. El perfumista. El empresario. El hombre que inventó el mercado de las fragancias de lujo y lo domina desde la sombra, dueño de la corporación más influyente del planeta.

— Jones —repito, sintiendo un vértigo inesperado—. Pero... es imposible. Nadie consigue una entrevista con él. Su política es el anonimato total.

— Precisamente por eso te envío a ti. Eres la única que puede persuadirlo de abrirse. Jones tiene un imperio, pero no tiene una narrativa humana. Queremos desvelar al hombre detrás de ese perfume de poder. Es nuestro próximo golpe de efecto, Aura. ¿Puedes hacerlo?

La pregunta no admite dudas. Mi vida, la salud de Lily, mi carrera... todo pende de esta oportunidad.

— Sí, señor Hayes —respondo, la palabra es una promesa.

Hayes me dedica una sonrisa breve, casi un relámpago, que me confirma que he tomado la decisión correcta.

— La dificultad es real, Aura, tienes razón. Jones vive blindado. Sin embargo, su asistente personal ha facilitado un poco las cosas. Ella está al tanto de tu trabajo y tu reputación. Digamos que el estruendo que causaste con Keller ha funcionado como una llamada de atención para ellos.

Señala la carpeta de archivo que aún no he tocado.

— Tu contacto es su asistente: la señorita Verónica Taliaferro. Su relación con nosotros es estrictamente profesional y pública. Ella no acepta llamadas de nadie. Tú solo tienes que comunicarte con ella a través de este número directo —Hayes desliza la carpeta hacia mí—. Verónica te indicará el día, la hora y el lugar exacto donde debes presentarte para el encuentro con el empresario más enigmático de nuestra era.

Cojo la carpeta. La frialdad del cartón contrasta con el calor de mi mano. Dentro hay una única hoja con un número, un correo y el nombre de Verónica Taliaferro.

— No hay margen para errores, Aura. No hay segundas oportunidades. Verónica solo te responderá para darte las coordenadas precisas. Una vez que las tengas, te preparas y vas. ¿Entendido?

— Entendido, señor Hayes. Obtendré esa entrevista.

Me levanto de la silla, sintiendo que he pasado de ser una periodista bajo amenaza de despido a una agente secreta con la misión más compleja del mundo corporativo. El despacho ya no se siente como una guillotina, sino como una sala de operaciones.

— Bien —Hayes me despide con un gesto de la mano—. Ya puedes retirarte y empezar a trabajar. Y Aura... cuidado con Jones.

Salgo del despacho, la carpeta apretada contra mi pecho, el nombre de Christopher Jones tatuado ya en mi mente.

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