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CHRIS
Siempre tuve la certeza, que dentro de mí habitaba una sed insaciable por la anarquía. Por destruir, gobernar, asesinar.
Nací programado para ser el paria de mi linaje, la sombra que confirmaba la hipocresía familiar.
Deberían grabar avisos sobre aquellos niños cuya alma se cultiva bajo la ausencia total de brillo. Cuando se extingue la luz interior, la oscuridad no solo los absorbe: ellos se convierten en la propia tiniebla.
Una descarga de adrenalina me recorre el brazo. Siento la resistencia quebradiza de su tabique nasal al impactar. Mis nudillos se hunden en la pulpa de su rostro, cazando la única droga capaz de saciar mi vacío: la agonía ajena.
— ¡Vamos, Jones! ¡Destrózalo! —El rugido de la multitud es una marea.
El cretino alto y desgarbado, que tuvo la insolencia de retarme, se desploma sobre el suelo con un golpe seco. En cualquier combate regulado, la ley de la decencia te obliga a detenerte cuando el adversario se desploma de esa forma.
Pero, afortunadamente para mi instinto, esto es El Desguace.
Es una pista de carreras olvidada, justo en los márgenes de la urbe, el punto de encuentro de los jóvenes privilegiados que mendigan conflicto. Aquí no hay reglas, solo un frenesí de piques clandestinos, desafíos a puño limpio, estupefacientes y carne expuesta. Es el auténtico paraíso perdido para los herederos de la fortuna.
La tierra reseca en el centro del asfalto agrietado es el ring donde se dirimen las ofensas, mientras los motores rugen con estridencia, celebrando qué juguete motorizado de papá cruzará primero la marca invisible.
Mi oponente, un tal Axel, intenta incorporarse. Su cara es una máscara hinchada de sangre y lodo. Me mira con un resentimiento infantil, escupe un hilo rojizo.
— Hijo de puta... vas a... —Su voz es un graznido.
Me acerco, la suela de mi bota chirría en el asfalto.
— ¿Voy a qué, Axel? ¿A enseñarte que tu fortuna no te compra agallas? —Mi voz es tranquila, letal, un contraste con el caos que me rodea.
— ¡Mátalo, Christopher! —grita una voz femenina desde la periferia.
Axel intenta un último y desesperado manotazo. Lo esquivo con facilidad. Agarro su muñeca, la giro hasta que su rostro se contorsiona de dolor y lo estampo de nuevo contra el suelo. El golpe resuena.
— Esto es por pensar que eres alguien —siseo, su aliento a sudor y pánico me inunda—. Y esto es por el aburrimiento.
La multitud estalla en vítores. Para ellos, es entretenimiento. Para mí, es mi pan de cada día. La oscuridad no es una visita; es mi residencia permanente.
El Desguace es donde el alma viene a ser aniquilada. Especialmente la tuya, si tienes la audacia de encararme.
Me arrojo sobre él, el cuerpo ya inerte de Axel. Mi rodilla se clava en su tórax con tal presión que percibo un movimiento nauseabundo bajo la piel, como si sus costillas y órganos protestaran. Mis puños, herramientas de precisión brutal, se estrellan contra su rostro ya deformado. Mi respiración se convierte en un fuelle rítmico; cada exhalación coincide con un impacto.
Noto unas manos rasgarme el hombro, uñas arañando mi cuero para obligarme a cesar. No me detengo. Solo consigo apretar mi rodilla con más saña. Los golpes son implacables. ¿Por qué debería mostrar clemencia solo porque fue tan estúpido para cruzar la línea de batalla conmigo? Eso no es un problema de ética, es una ofensa personal.
Mi pulso martillea dentro de mi caja torácica, la energía me inunda las venas como una orquesta de guerra resonando en mis oídos. El sonido se fusiona con los alaridos de la muchedumbre, el rugido de los motores sobre revolucionados y el persistente hedor a combustible quemado y aceite. Dios, si pudiera vivir con esta intensidad cada segundo.
Lanzo un derechazo terminal. Observo cómo el borde de mi anillo sella mis iniciales en la piel abierta de su pómulo, justo encima de donde su mandíbula cede. Un chorro de líquido caliente, casi hirviente, me salpica el pecho. Un bramido salvaje me desgarra la garganta; la sangre actúa como acelerante para el fuego que devora mis entrañas.
Pero no era la sangre lo que buscaba. Ansiaba su rendición total. Quería verlo destrozado. Necesitaba la garantía de que esta noche tendrían que cargarlo hasta su coche, conducirlo a su casa y dejarlo pudrirse en su maldita cama. Se pasará la semana postrado porque las lesiones que le dejé son un peso imposible de soportar.
Un escalofrío me recorre. Este es mi axioma no tan oculto: la furia es mi estado natural. Siempre estoy encendido.
— ¡Por el amor de Dios, Jones! ¡Basta, hermano! ¡Déjalo respirar! —La súplica de Caldwell atraviesa el estruendo. Le doy un golpe final, un recordatorio, antes de sacudir la rabia de mis extremidades.
El cerco humano que nos rodea vitorea la carnicería. Todos son incapaces de apartar la mirada del desastre. Por dentro, son idénticos a mí: adictos al salvajismo. La única diferencia es que son demasiado cobardes para reconocerlo.
Detesto a los pusilánimes. Y esta ciudad, este condenado lugar, está lleno de ellos. Monstruos ocultos tras fachadas, aterrorizados de que el vecino vea los cadáveres que apilan en sus armarios. Lo que ignoran es que en Ponderosa Springs nada permanece oculto. Y yo lo sé mejor que nadie.
Sombras carmesí danzan tras mis ojos al levantarme. Un escupitajo caliente sale de mi boca y cae justo al lado de su cuerpo quejumbroso. Tiene suerte de emitir sonidos; tiene muchísima más suerte de seguir vivo.
Aparte de la mancha húmeda en mi ropa, mi piel está intacta. Lo cual casi me irrita más. Ya nada representa un desafío. Aprieto la mandíbula. Al darme la vuelta, la masa se abre como si fuera el Mar Rojo, ofreciéndome un corredor libre hacia la salida.
— El efectivo de las apuestas —dice uno de los tipos más viejos que orquestan este circo caótico, empujando billetes arrugados contra mi pecho. Lo miro de reojo y luego le sostengo la mirada.
— Quédatelo —gruño.
Nunca necesité ese dinero. No lucho por compensación monetaria. Lucho porque, de no hacerlo, acabaría con la vida de alguien. Recojo mi chaqueta de piel de inmediato y me la arrojo sobre los hombros.
Siento el peso de la chaqueta de piel sobre mis hombros. Un escudo contra el caos, pero también un recordatorio de la fachada que debo reconstruir.
Me alejo del círculo central, donde Axel sigue gimiendo. Nadie se atreve a seguirme, tampoco pueden hacerlo, Mi presencia ya ha hecho su trabajo.
Alcanzo los bordes oscuros del Desguace, donde la luz intermitente de un viejo poste de servicio apenas llega. Me detengo junto a mi vehículo, un espectro silencioso en la penumbra.
Lentamente, llevo mis manos al rostro y desabrocho la correa de cuero desgastada. Retiro la máscara. No es una careta elegante; es una simple cubierta de tela oscura y pesada, diseñada para absorber el sudor y, lo más importante, la identidad. Nadie puede relacionar el rostro manchado de sangre y furia con el nombre que está grabado en los edificios más lujosos del mundo.
Nadie debe saber.
Christopher Jones es sinónimo de precisión, de exclusividad, de arte. Mi nombre es la fundación de un imperio multimillonario. Mi reputación es una obra de ingeniería social: intocable, perfecta, inmaculada. Esta violencia, esta necesidad de destrucción en la arena, es la válvula que me permite mantener esa fachada. Si la élite descubriera que su perfumista de culto se rebaja a golpear a otros hombres hasta casi la muerte en un pozo de asfalto sucio, toda mi arquitectura se vendría abajo.
Desecho la máscara en un contenedor metálico y me miro en el reflejo oscuro de la ventana del coche. Mi mandíbula sigue tensa, mis ojos son pura brasa, pero el resto de mi rostro ya comienza a adoptar la frialdad distante del empresario.
Respiro hondo, inhalando el aire de la noche, limpiando el hedor a sangre y adrenalina. Debo volver a ser el maestro del aroma. Debo volver a ser Jones.







