Sofía
La primera sesión de terapia no fue lo que había esperado. Quizás en mi mente había idealizado el momento como algo mágico, como si simplemente entrar a esa habitación llena de luces suaves y muebles cómodos pudiera hacer desaparecer el dolor que arrastraba desde hacía meses. Pero no fue así. En cuanto me senté frente a la terapeuta, algo en mí se quebró. Y no fue la compasión que había imaginado, ni las palabras reconfortantes que había esperado. Fue la aceptación de que, al menos en este momento, estaba rota.
Me había estado negando a mí misma por tanto tiempo, pensando que con el tiempo las heridas sanarían por sí solas. Pero ahora, en el silencio de ese pequeño consultorio, rodeada por las paredes blancas que apenas reflejaban la luz, me di cuenta de que las cicatrices que llevaba dentro de mí no desaparecerían con un simple suspiro.
—¿Cómo te sientes, Sofía?— me preguntó la terapeuta con voz suave, como si tratara de destapar una herida que aún no estaba lista para ser tocada.
Fruncí el ceño, mirando al suelo antes de levantar la vista. No era fácil hablar sobre lo que había vivido. Pero algo en la atmósfera de ese espacio me hizo sentir que podía ser honesta, aunque solo fuera por un momento.
—Cansada— respondí finalmente, con voz casi inaudible—. Cansada de ser fuerte todo el tiempo. Cansada de pretender que todo está bien.
Ella asintió, como si estuviera esperando esas palabras. Sin embargo, no me sentí aliviada, ni comprendida. Solo más vulnerable, más expuesta. Y de alguna manera, eso me aterraba.
Después de la terapia, sentí una mezcla de alivio y angustia. Alivio porque había dado el primer paso, aunque fuera pequeño, pero angustia porque sabía que ahora tendría que enfrentarme a las partes de mí misma que había mantenido ocultas durante tanto tiempo.
Pero la vida, como siempre, no me daba tregua. Esa misma noche, Alexander y yo teníamos una cena importante con la alta sociedad. El tipo de evento que me hacía querer esconderme en una esquina y no salir nunca más. La idea de tener que ser “la pareja perfecta” frente a gente que no entendía ni la mitad de lo que habíamos vivido me desgarraba por dentro.
Estaba en el vestidor, intentando decidir qué ponerme. Alexander había insistido en que me vistiera con algo que me hiciera sentir “poderosa”. Por alguna razón, esa palabra me resonó en la cabeza mientras miraba el espejo. Poderosa. Pero, ¿cómo podía sentirme poderosa cuando ni siquiera podía controlar mis propios demonios internos?
El vestido rojo que elegí me quedaba perfecto, y al mirarme en el espejo, algo en mí se sintió más segura. Pero esa seguridad era superficial. Podía vestirme con lo mejor, ponerme el maquillaje perfecto, pero nada de eso cambiaría lo que sentía por dentro. Las cicatrices que no se veían, esas eran las que más dolían.
Cuando llegamos al evento, la sensación de estar fuera de lugar se apoderó de mí. Alexander, a su lado, parecía un hombre completamente diferente al que conocía en la intimidad de nuestro hogar. En la sala, se transformaba en un hombre de negocios, elegante y sereno. Yo, por otro lado, sentía que el aire se volvía denso, como si todo el mundo me observaba y evaluaba cada uno de mis movimientos.
La alta sociedad tiene una forma peculiar de hacerte sentir que nunca eres lo suficientemente buena, nunca lo suficiente. Los murmullos, las sonrisas falsas, las conversaciones vacías... todo eso me desbordaba. No era el tipo de mundo al que estaba acostumbrada, y menos aún con las inseguridades que me acechaban. Sabía que no era suficiente, no para ellos.
Y entonces, ocurrió. Una de las ex de Alexander, una mujer de sonrisa perfecta y mirada de tiburón, se acercó a nosotros. Su presencia era tan fría que hasta el aire parecía volverse helado.
—Qué bueno verte, Alexander— dijo con una sonrisa radiante, dirigiéndole la palabra a él, pero sin quitar los ojos de mí. Y ahí, en ese momento, lo supe. Lo que venía no iba a ser bonito.
—Sofía— continuó, como si mi nombre fuera un susurro veneno—. Qué gusto conocerte. Alexander siempre tiene un gusto tan... peculiar, ¿no?— su mirada pasó de ser cordial a algo más afilado, como una daga invisible que se clavaba en mis entrañas.
La risa de la mujer sonó demasiado falsa, y sentí cómo mi estómago se retorcía. La inseguridad, esa vieja amiga, vino a visitarme en cuanto sus palabras llegaron a mis oídos. Me maldije por no ser más fuerte, por no ser lo suficientemente perfecta, lo suficiente para este mundo que siempre esperaba que demostrara que merecía estar a la altura de él.
Apretó la mandíbula, pero no dije nada. El silencio se instaló entre nosotros, tenso y frío. Alexander, aparentemente inmune a todo esto, la despidió con una educación fría.
—Es un placer verte, Megan, pero creo que tenemos que irnos— dijo él, y me agarró de la mano, alejándome del lugar donde la conversación aún se desarrollaba. El eco de sus palabras se quedó grabado en mi mente, como una sombra que me perseguiría mucho después de que dejáramos la sala.
La respiración se me agitó mientras nos alejábamos. Todo lo que sentí fue una mezcla de humillación y enojo hacia mí misma. ¿Por qué me sentía tan pequeña? ¿Por qué la opinión de alguien más seguía afectándome?
Una vez fuera de la sala, Alexander me miró. Su expresión era seria, como si estuviera leyendo cada pensamiento que pasaba por mi mente. No dijo nada de inmediato, solo me miró con esa intensidad que siempre me desarmaba. Finalmente, me habló.
—No le hagas caso, Sofía— Su voz era baja, profunda, casi un susurro. Pero no fue la promesa vacía que esperaría de alguien que intentaba consolarme. Fue más que eso. Fue un recordatorio de que no estaba sola.
No me dijo que no me preocupara, no me hizo promesas vacías. En lugar de eso, me apretó la mano, con fuerza, como si al tocarme estuviera reafirmando que, pase lo que pase, él estaba ahí.
—No te voy a dejar ir, Sofía— dijo, sus palabras casi un juramento.
Y, en ese momento, supe que no tenía que ser perfecta para él. No necesitaba encajar en un mundo que no era el mío. Solo necesitaba ser yo misma.
De alguna manera, al mirarlo, me di cuenta de que las cicatrices compartidas, las que ambos habíamos llevado, nos unían más que cualquier cosa. Porque, a pesar de todo lo que había pasado, y de las inseguridades que aún me acechaban, Alexander seguía allí, y con él, mi corazón aún latía con esperanza.