40

Sofía

Nunca pensé que la paz hiciera tanto ruido.

Es curioso, porque siempre la imaginé como un suspiro suave, una especie de silencio reconfortante. Pero esta... esta paz que siento ahora se parece más a un latido constante, fuerte, como si mi corazón al fin tuviera permiso de latir con libertad, sin el peso del miedo o la incertidumbre.

El mar frente a nosotros está calmo, como si supiera que hemos sobrevivido a nuestra propia tormenta. El viento juega con mi cabello, llevándose consigo los últimos restos de duda que me quedaban. Me abrazo las piernas mientras estoy sentada en el borde del pequeño muelle que Alexander encontró “de casualidad”, aunque todos sabemos que él no cree en las casualidades. Él lo planeó todo. Como siempre. Solo que esta vez, lo hizo por mí.

—¿Estás bien? —su voz llega desde atrás, grave y suave a la vez.

No me doy vuelta. Quiero alargar este momento. Sentirlo acercarse. Olerlo antes de verlo. Escucharlo respirar.

—Sí —respondo, sincera. Y eso en sí ya es una victoria.

Él se sienta a mi lado, su hombro rozando el mío. No dice nada por unos segundos. Solo observa el agua como si buscara respuestas allí. Como si, por primera vez en mucho tiempo, no supiera qué decir.

Y eso, en él, es raro.

—He estado pensando —dice al fin, con ese tono que usa cuando está a punto de confesar algo que le pesa más de lo que admitirá jamás.

—Ajá. Cuidado con eso. Pensar mucho puede ser peligroso —bromeo, intentando aligerar la tensión. Pero él no sonríe. Está demasiado serio. Y eso hace que mi corazón se encoja.

—Pensé que el poder lo era todo. Que mientras controlara todo a mi alrededor, estaría a salvo. Que tú estarías a salvo. Pero estaba equivocado. El poder sin ti es... vacío. Insuficiente.

Sus palabras me atraviesan. Directo. Sin anestesia.

Giro la cabeza para mirarlo. Tiene las manos entrelazadas, los nudillos blancos de tanto apretarlos. La mandíbula tensa. Los ojos... vulnerables. Como si me estuviera entregando una parte de él que nunca le mostró a nadie.

—Alexander...

—No —me interrumpe, girando también hacia mí—. Déjame terminar. Porque si no lo digo ahora, puede que no tenga el valor de hacerlo después.

Asiento, tragando saliva.

—No sé cómo será nuestro futuro. No te voy a mentir, Sofía. Aún hay enemigos, aún hay peligros. Pero hay una cosa que sí sé. Y es que no voy a permitir que nada ni nadie te aleje de mí. No de nuevo.

Mi garganta se cierra. Mis ojos arden. Maldición. Odio llorar frente a él. Pero también lo amo por hacerme sentir tanto.

—Prométemelo —susurro, con la voz rasgada—. Prométeme que cuando las cosas se pongan feas, no te alejarás. Que no me dejarás a un lado por creer que estás haciéndome un favor.

Él levanta una mano, temblorosa, y me acaricia la mejilla.

—Te lo prometo. No voy a protegerte con distancia. Voy a protegerte estando contigo. Incluso si eso significa pelear cada día por nosotros.

Y ahí está. El clímax no es siempre una pelea o un beso desesperado. A veces es esto. Una promesa murmurada entre dos personas rotas que deciden seguir juntas, aunque el mundo se desmorone a su alrededor.

Lo beso.

No como antes.

Este beso no es un escape ni un deseo desbordado. Es un pacto. Sincero. Doloroso. Necesario.

Alexander me envuelve con sus brazos como si tuviera miedo de que me evapore. Y yo me aferro a él como si el simple hecho de soltarlo pudiera acabar con todo.

—¿Qué haremos ahora? —pregunto, sin separarme de su pecho.

—Lo que tú quieras. Podemos quedarnos aquí un tiempo, lejos del caos. O volver y enfrentarlo todo juntos. Lo que elijas... será lo correcto.

Por primera vez, él no decide por mí. No me impone. Me ofrece.

Y eso, para un hombre como él, es un acto de amor más poderoso que cualquier otra cosa.

—Quiero intentarlo —respondo—. No sé cómo será esto, no tengo un mapa, pero... si me sostienes cuando tropiece, prometo hacer lo mismo contigo.

Él me aprieta un poco más.

—Y si el mundo se cae encima, construiré otro contigo. Uno mejor.

Me río entre lágrimas. Porque claro que él siempre habla como si pudiera reescribir las reglas del universo.

—Eres un exagerado, Alexander Blackwood.

—Y tú eres mi única excepción, Sofía.

Nos quedamos en silencio un rato. Solo escuchando el mar. El viento. Nuestro futuro latiendo bajito, como un susurro cargado de esperanza.

El camino será largo, lo sé. Habrá cicatrices, tropiezos, quizá días donde queramos huir. Pero si tengo su mano en la mía... entonces vale la pena.

Porque a veces, el amor no es perfecto. Ni siquiera es justo. Pero cuando es real, se convierte en la única promesa que importa.

Y esta vez, estoy dispuesta a creer.

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