11

Sofía

Intenté dormir. Juro que lo intenté. Pero mi mente, esa traicionera con voz propia, decidió reproducir en bucle la mirada de Alexander anoche. Esa mezcla de tormenta y confesión no dicha, como si hubiera estado a punto de abrirse por completo… y luego se hubiera tragado sus propias palabras.

Estaba temblando, literalmente temblando cuando dijo que yo no debía acercarme. Y no era una advertencia. No. Era un ruego.

Y ese ruego me está matando.

Por eso esta mañana me levanté antes de que sonara el despertador. Me maquillé como si mi vida dependiera de ello. Me puse el vestido negro ajustado que grita "profesional" por fuera y "provocación moderada" por dentro. Necesitaba estar impecable. Necesitaba sentir que tenía el control.

Spoiler: no lo tengo. Ni cerca.

Camino por el pasillo de mármol hacia su oficina con el sonido de mis tacones como único escudo. Cada paso me recuerda que estoy cruzando un terreno minado. Y que probablemente me guste el peligro más de lo que admito.

Cuando entro, su secretaria levanta la vista, algo sorprendida.

—Buenos días, Sofía. El señor Blackwood aún no llega.

Mentira.

Sé que está adentro. La puerta de su oficina tiene la persiana ligeramente inclinada y lo vi moverse entre las sombras. Está evitando salir. Otra vez.

—¿Seguro? Tal vez no quiere que lo molesten —digo, con una sonrisa que podría partir cristales si lo intentara.

La pobre asistente traga saliva.

—Eso dijo, sí. Está… ocupado.

Claro. Ocupado evadiéndome. Ocupado construyendo muros invisibles que sólo yo puedo ver. Y romper. Porque lo haré. Oh, lo haré.

—Avísale que necesito hablar con él. Hay documentos que revisar. Urgentes. —Y antes de que pueda detenerme, giro sobre mis talones y me alejo sin esperar respuesta.

Si quiere jugar a ignorarme, yo puedo jugar a provocar. Soy buena en eso. Increíble, incluso. Solo que esta vez no se trata de venganza ni de satisfacción profesional. Esta vez es… personal.

Demasiado.

El resto de la mañana se arrastra como si el tiempo estuviera conspirando contra mí.

Alexander no sale de su oficina. No me llama. No me escribe.

Y yo… yo me vuelvo loca. Cada palabra que leo en pantalla termina flotando frente a mis ojos, sin sentido alguno. Los correos importantes se acumulan. Las tareas, también. Pero lo único que quiero saber es por qué esa noche pareció tan a punto de quebrarse. Qué demonios guarda detrás de ese muro perfecto de CEO inalcanzable.

A la hora del almuerzo, mi paciencia se termina. Decido entrar.

—No puedes pasar, Sofía —me dice su secretaria apenas ve mi expresión decidida.

—Solo necesito dejarle esto. Dos minutos. No más. —Agito un par de carpetas falsas en la mano.

—Pero él dijo que—

—Lo sé. Lo sé. Que no lo molesten. ¿Sabes qué? —Me acerco y bajo la voz—. Si no me deja entrar, tú misma vas a tener que explicarle por qué uno de sus contratos con Davens Corp está a punto de explotar por falta de una firma.

No es verdad. Pero suena suficientemente creíble.

La pobre mujer palidece y me hace un gesto nervioso con la mano.

—Está bien. Pero solo dos minutos.

Lo sabía. La presión siempre funciona con él.

Abro la puerta.

Y lo encuentro de espaldas, mirando por los ventanales. Las manos metidas en los bolsillos, la espalda tensa como si contuviera el peso del universo.

No se gira.

—¿No aprendiste a tocar antes de entrar, Sofía? —Su voz es baja. Grave. Áspera.

Como un susurro de tormenta.

—Quizá me acostumbré a que me necesitaras sin decirlo.

Silencio. Casi puedo escuchar el zumbido eléctrico de su autocontrol desmoronándose.

Me acerco. No lo toco. Solo dejo las carpetas sobre la mesa.

—¿Por qué me evitas?

Nada.

—¿Fue tan grave lo que pasó anoche? ¿Te asusta tanto sentir algo?

Se gira por fin. Y por un instante veo algo en sus ojos. Una grieta. Un temblor.

Pero dura poco.

—Te estás involucrando demasiado.

—¿Eso es una advertencia?

—Es un hecho.

Me río. No porque tenga gracia, sino porque es lo único que puedo hacer para no gritarle que ya me involucré, maldita sea.

—Muy bien, Alexander. ¿Y tú? ¿Estás involucrado?

Sus labios se tensan.

No responde.

Eso es una respuesta.

Me voy. Pero antes de salir, algo me detiene. En su escritorio, entre los objetos perfectamente alineados, hay algo que no encaja.

Un pequeño colgante de plata.

Simple. Delicado. Antiguo.

Lo tomo con cuidado. Es un colgante en forma de hoja.

—¿Qué es esto?

Alexander palidece. Lo juro. No exagero.

Se acerca y me lo arrebata con rapidez, como si le hubiera tocado una herida abierta.

—No es de tu incumbencia.

—¿Era de ella? —pregunto sin pensar.

Y en sus ojos, por un segundo, no hay CEO. No hay frialdad. Solo un hombre devastado.

—No vuelvas a tocarlo.

—¿Era de alguien que amaste?

Silencio.

Y entonces, lo dice.

—Murió.

Una palabra. Una bomba.

—La persona a la que se lo diste… murió —susurro.

Él asiente. Apenas.

Todo en mí se paraliza. Mi rabia. Mi orgullo. Incluso mi corazón.

—¿Y eso es lo que estás haciendo ahora? ¿Castigándote por no haber podido salvarla? ¿Rechazándome porque sientes que la traicionarías si me dejas entrar?

Alexander se da vuelta. Mira por la ventana de nuevo.

—No deberías querer entrar, Sofía. No hay nada ahí. Solo ruinas.

—Entonces deja que decida si quiero quedarme entre ellas.

Me mira. Directo. Como si acabara de soltar una cuerda que llevaba años sujetando.

—Sal de aquí antes de que cambie de idea y no pueda dejarte ir.

Camino hacia la puerta. Me detengo con la mano en el picaporte.

—Ya es tarde, Alexander. Yo tampoco quiero irme.

Y cierro la puerta detrás de mí.

Pero sé que ya no hay marcha atrás. Lo vi en sus ojos. Hay una grieta. Y por esa grieta, yo voy a entrar.

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