Alexander
Desde que le confesé a Sofía lo de mi contrato con su cuerpo como garantía —maldita sea, solo pensar en eso me enciende los nervios—, algo cambió entre nosotros. No lo dice con palabras, claro. Sofía tiene esa forma silenciosa de sacarte la verdad a tirones sin decir una maldita palabra. Te mira. Observa. Analiza. Me estudia como si pudiera diseccionarme solo con esos ojos grandes, cálidos… peligrosamente despiertos.
Y lo peor de todo es que me gusta.
No debería. Cada maldito instinto en mí me dice que me aleje, que mantenga las distancias. Pero estoy fracasando miserablemente en esa misión.
—Tiene cara de que va a matarme —me murmura James, mi chofer, al cerrar la puerta tras Sofía esta mañana.
Yo ni me molesto en responder. Me limito a asentir con un gruñido. Porque tiene razón. Ella entró al coche como una tempestad en cámara lenta, con ese perfume maldito que huele a flores blancas y pecado. Me lanza una mirada de reojo, cruzando las piernas con elegancia, y mi cuerpo re