El olor fue lo primero.
No a tierra, ni a lluvia. Ni siquiera a sangre, que últimamente parecía ser nuestro perfume compartido. Era algo más denso. Algo que me arañó la garganta desde el momento en que abrí los ojos: traición.
Corrí hacia la torre sur cuando la alarma sonó. El cuerno no mentía. Un clan había roto la tregua. Y no cualquiera. Los Drakov, esos malnacidos de sonrisas falsas y espadas relucientes, acababan de abrir un portal en mitad de nuestro territorio.
—¿Dónde está Kian? —grité, empujando a un guardia contra la pared—. ¡¿DÓNDE?!
—En la frontera norte, con los centinelas. No sabía…
No. Claro que no sabía. Él confiaba. Él había creído que al menos esta vez los clanes no se devorarían entre sí por poder.
Pobre de mi alfa, que todavía tenía algo de fe en este mundo roto.
Pero yo no.
Volé —literalmente— hacia el campo donde el cielo se desgarraba como una herida abierta. El portal brillaba en tonos de sombra líquida, succionando la energía a su alrededor como un pozo sin fo