Desde que regresé del Templo de Alba, algo no estaba bien.
Las noches eran demasiado silenciosas. Los lobos del bosque se escondían en sus guaridas y ni siquiera el viento parecía atreverse a tocar los árboles. Pero lo peor no era eso. Lo peor era que yo ya no dormía sola… y no hablo de compañía física.
Sentía su presencia.
Su mirada.
Incluso despierta.
Al principio, lo confundí con paranoia. El cansancio podía jugarle malas pasadas a la mente. Pero con cada amanecer, la sensación se intensificaba. Una presión invisible sobre el pecho. Como si mis pensamientos ya no me pertenecieran. Como si alguien más mirara desde adentro.
—¿Estás bien? —preguntó Kian una mañana, cuando me vio frotarme las sienes con desesperación.
—No lo sé —le respondí sin rodeos—. Hay algo… algo que me observa. Incluso ahora.
—¿En sueños?
Negué.
—Ya no sueño. Solo… siento. Como si una sombra me siguiera, incluso cuando cierro los ojos. Como si mis pensamientos ya no fueran enteramente míos.
Kian frunció el ceño y