Desde que regresé del Refugio de las Almas, algo en Kian había cambiado. No era solo la frialdad habitual que a veces lo envolvía cuando sus demonios internos lo acosaban; esta vez era diferente. Más profunda. Más oscura. Como si un fragmento de esa sombra que yo había visto en mis visiones se hubiera instalado bajo su piel.
Los susurros en la manada eran cada vez más frecuentes. A veces los escuchaba cuando nadie se daba cuenta, como ecos entre los árboles o en el viento que rozaba las ramas. “Kian ya no es el mismo”, decían algunos. “Hay algo en él que se está pudriendo desde adentro”. Nadie hablaba claro, pero sus miradas lo decían todo: miedo, incertidumbre, desconfianza.
Yo también sentía ese cambio, aunque intentaba negarlo con uñas y dientes. Porque amarlo significaba aferrarse a cada fragmento suyo, incluso cuando se iba alejando en una oscuridad que parecía engullirlo.
Intenté acercarme a él a través del vínculo. La conexión que compartíamos era el único puente que tenía para