26

A veces, el silencio dice más que todas las palabras. Y en la madrugada en que partí sola hacia el Refugio de las Almas, el bosque entero guardó un silencio denso, como si supiera que estaba a punto de cruzar un umbral sin retorno.

Había escuchado sobre ese lugar en susurros, en los cuentos de las sanadoras y en los rezos de los ancianos. Decían que quienes entraban no siempre salían. Que el Refugio elegía a los dignos y rechazaba a los débiles. Y, sin embargo, si había una mínima posibilidad de salvar a Kian, yo debía correr ese riesgo.

El sendero estaba cubierto de neblina, la bruma se enroscaba en mis tobillos como si intentara aferrarme al mundo que estaba dejando atrás. El relicario que colgaba de mi cuello —aquel que había desatado el poder de mis antepasadas— palpitaba con un ritmo extraño. Me guiaba. Me llamaba. O quizá era el Refugio el que ya me había sentido llegar.

La entrada al santuario no era más que un arco de piedra cubierto de musgo, escondido tras una cascada helada
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