Sentada en la hamaca, se acomodó el cabello con los dedos, intentando recomponerse. Recordó el vaso de agua y lo tomó del suelo, junto a la hamaca. Caminó lentamente hacia la cocina.
Dejó el vaso en el fregadero con cuidado y entonces notó una frutera de madera sobre la encimera, llena de frutas frescas. Tomó un plátano y lo comió. Estaba tan maduro y dulce que, al terminarlo, cogió otro sin pensarlo. Solo en ese momento se dio cuenta de cuánto hambre tenía. La falta de apetito de los últimos días empezaba a dar paso a una necesidad física que su cuerpo ya no podía ignorar.
Abrió la nevera buscando algo más. Sus ojos se detuvieron en una botella de yogur de fresa. Se sirvió en un vaso pequeño y bebió despacio, sintiendo cómo el sabor dulce y suave le llenaba la boca. Cerró los ojos un instante. Aquella simpleza le trajo una extraña sensación de consuelo.
Se llevó la mano al vientre, como si buscara allí un poco de fuerza, un poco de valor. Y lo encontró.
Levantó la cabeza. Era hora de