La cámara se movía mientras la madre caminaba. El corazón de Gabriel se aceleró un poco: dar buenas noticias siempre traía ese cosquilleo delicioso en el estómago. Cuando la imagen se estabilizó, la abuela apareció en la pantalla, acomodándose en la cama, con la cofia y la bata que delataban que ya estaba lista para dormir.
—Bendición, abuela.
—Dios te bendiga, hijo mío —respondió Adelaide, con una sonrisa que lo transportó directo a sus recuerdos de infancia.
Gabriel no pudo resistirse a bromear:
—Abuela, está divina con esa bata y esa cofia… me dieron ganas de darle un beso en esa boca.
Luzia soltó una risa escandalizada.
—¡Gabriel! ¡Compórtate!
Adelaide puso los ojos en blanco, aunque sin perder la ternura.
—Qué descaro el tuyo, muchacho. Esta generación está cada vez más rara… En mis tiempos, yo jamás habría hablado así con mis padres. Antes había respeto.
Gabriel y Ava se miraron y estallaron en carcajadas. Luego él suavizó el tono.
—Estoy bromeando, abuela. La quiero, ¿sí?
—Y yo