Isabela mantuvo el mentón en alto, incluso rodeada por hombres armados. El aire en el pequeño cuarto estaba cargado, saturado por el olor a cigarro, sudor y peligro.
—No tengo por qué darte explicaciones —escupió, las palabras saliendo como veneno.
El jefe del morro avanzó un par de pasos. Sus ojos entrecerrados la estudiaban con calma, como quien analiza un problema que está a punto de eliminar.
—Te lo voy a repetir para que lo entiendas: ¿pensaste que podías esconderte en mi favela sin que yo lo supiera? —su voz sonó grave, áspera, cargada de desprecio—. ¿Creíste que ibas a meter ruido en mi territorio, poner a la policía detrás de mis pasos y después irte tranquila, como si nada?
—Salgan de mi cuarto ahora mismo. Yo alquilé esta casa —replicó, con la voz tan cortante como una navaja—. Bola de muertos de hambre apestosos.
Él dio dos pasos más, reduciendo la distancia entre ambos, los ojos clavados en los de ella.
—Mírate… una perra callejera con rabia.
Isabela soltó una risa seca, i