Habían pasado dos meses desde aquella mañana en que Zoe se bloqueó, incapaz de entregarse a Arthur. En ese instante, él comprendió que el amor, por sí solo, no bastaba: era necesario enfrentar los traumas que se habían acumulado entre ellos, con ayuda profesional. Fue entonces cuando propuso hacer terapia de pareja. Zoe dudó al principio, pero cedió. Desde entonces, cada semana se sentaban frente a la terapeuta, desnudando sus dolores, sus resentimientos y sus miedos.
Cada sesión era como abrir una herida antigua, exponer lo que se había dicho… y lo que se había quedado atorado en la garganta. Lloraban. Gritaban. Zoe decía que, a veces, quería matarlo. Arthur intentaba mantener la calma, pero también lloraba, se culpaba, se defendía. Hubo noches en las que despertaba con el sonido contenido de los sollozos de Zoe, llorando de espaldas a él en la cama. La observaba en silencio, dividido entre el miedo de perderla otra vez y la certeza de que estaba haciendo todo lo posible por no repet